lunes, 18 de mayo de 2009

Aborto….Reflexiones (1ª parte)

La vida no tiene motivos. Tiene imperativos absolutos. El primer imperativo es ser, existir.
No se trata de un motivo, ni de una voluntad. De ahí que no es una cuestión moral, ni un relativo. Es condición intrínseca, sine qua non de la vida afirmarse en su condición de tal.

Esa pulsión constituye una serie de acciones, digamos metafóricamente, ciegas, amorales, movimientos fisiológicos, vegetativos, parasimpáticos, meramente funcionales, propios del organismo viviente en su condición de tal, que sostienen la condición de vida. No tienen el propósito, no tienen la voluntad de sostener esa condición de vida. Simplemente son, como un imperativo categórico. Nada más.

Esa condición de vida, para sostenerse como tal, supone unos equilibrios internos y externos, que empujan a una interacción entre las partes, a nivel interno, y a una interacción, de la unidad resultante, con el medio, hábitat o biotopo.
Esta interacción tampoco es consecuencia de un propósito o voluntad. Forma parte de esos movimientos referidos en el párrafo anterior. Simplemente son un imperativo categórico, intrínseco a la condición de lo vivo. La interacción emerge desde y por las urgencias propias del organismo.

Así pues, puede decirse sin temor a errar, que la vida, su condición intrínseca y esencial, tiene un carácter totalmente “egocéntrico” que se mantiene a lo largo de todo el proceso de complejización, desde la molécula u unidad orgánica elemental, pasando por el proceso de asociaciones moleculares en organismos más complejos, hasta llegar a organismos tan complejos como son los mamíferos, que a su vez requieren de sociabilidad en diferentes grados de complejidad, hasta los individuos de nuestra especie y la sociedad que conforman.

En todo el proceso de complejizaciones y hasta ese grado de complejidad que permite identificar lo que vamos a entender como inteligencia, no hay moral, ni voluntad. La percepción de sí y del mundo responde a las urgencias subsistenciales más elementales. Y no como un propósito de subsistencia, si no como un imperativo categórico que se experimenta en urgencias como el hambre, la sed, el displacer, que impelen a la acción que calma.

Así pues, cuando alguien habla de la vida como derecho y fundamenta y legitima ese derecho, bien si es agnóstico, en el derecho natural por ejemplo, o si es creyente de cualquier religión, en la condición sagrada que Dios otorga a la vida humana, no está considerando varios problemas previos, que hay que esclarecer y resolver.

Comencemos por los fundamentos legitimadores y demás fundamentos que desde el agnosticismo suelen traerse a la palestra para fundamentar y legitimar la vida.
Para empezar, el derecho no es un cuerpo conceptual absoluto, objetivo, situado en la exterioridad de la humanidad. El derecho es una creación ético-moral del ser humano. Por lo tanto, sujeto a su condicionalidad.
En segundo lugar, si asentamos la legitimidad en el orden natural, olvidamos dos cosas. La primera, es que el concepto de naturaleza está sujeto a una percepción relativa y por tanto, distorsiona lo que puede ser ella en su objetividad intrínseca. La segunda cuestión que olvidamos, es que nada más contrario al sentido de lo que entendemos por derecho, que la naturaleza en aspectos como la selección natural, o la cruel lucha por la subsistencia, que deviene en cazar para comer, que es negar el derecho a la vida del otro.

Esto, desde el lado de los fundamento de carácter agnóstico. Pero ¿qué decir de los fundamentos religiosos? Es evidente que si Dios existe, no hay ninguna duda respecto a la condición divina de la vida y la discusión no tendría lugar en absoluto.
Pero el problema es que cabe la duda. Una considerable parte de la humanidad no asume creencias religiosas. Si Dios no existe, o no es lo que pretende cada religión que sea, el problema queda abierto para un gran número de seres humanos.

Para esa parte de la humanidad planteo este problema, pues es evidente que un creyente posee certezas y no necesita de una reflexión de otro orden distinto para fundamentar y legitimar la vida.

La vida es anterior al derecho (y a Dios como concepto humano). La vida no es justificable, Es anterior a toda justificación y juicio. No lo necesita. Es un imperativo que se afirma en sí misma como condición de sí. Es más. Por esto mismo, al final, tras un proceso cultural, a posteriori, se resignifica, se otorga sentido, se justifica, se otorga derecho a la vida, porque es ella el imperativo que condiciona en esa dirección.

Así pues, todo derecho, todo fundamento que justifique y legitime la vida (todo Dios como concepto humano), no hace más que apuntar hacia, o tener coherencia o correspondencia, con el imperativo propio de la vida de afirmarse.

¿Qué mejor fundamento que la condición misma intrínseca?

Por otra parte, sabemos que de un peral no brotan manzanos, ni que de una gallina nacen patos, ni de un reptil mamíferos.
Ese elemental conocimiento nos permite deducir, sin dudas, que de un ser humano no puede nacer otra naturaleza diferente que no sea la humana. Esto nos permite enunciar, sin dudas, que lo que se engendra, desarrolla y nace, tiene la condición de la naturaleza humana.

Ahora bien. Una cosa es la condición biológica de lo humano y otra ser un sujeto de derecho.
Da la casualidad que, para ser sujeto de derecho, hay que ser por lo menos un sujeto vivo de la especie humana (ahora, con nuestra cada vez creciente conciencia ecológica y antropológica, planteamos también algunos los derechos de los animales).
El problema es cuál es el fundamento, el axioma incontestable (valga la redundancia) que convierte la vida de naturaleza humana en sujeto de derecho… ¿su condición esencial, es decir, la naturaleza que lo hace ser un ser humano y no otra cosa? En este caso, la naturaleza humana está intrínseca en el propio embrión que se gesta, sin discusión.

Pero, otros dirán, que no es sujeto de derecho la condición biológica de la vida, ni la naturaleza humana, si no en tanto y cuanto esa condición y naturaleza se hayan “construido como seres humanos”.

El problema que aquí se abre es mayúsculo porque ¿Quién y cómo se determina el momento que permite definir al ser humano construido? ¿Qué categorías entrarán en juego para ser valoradas en esta medida? ¿Un nivel de capacidad perceptiva y cognicional, combinada con un nivel de capacidad emotiva o emocional del feto? Si esos niveles no son culturales (y no lo podrían ser si hablamos del feto, ya que éste no está socializado, ni recibe ninguna impronta cultural), estamos hablando de percepción y cognición y emocionalidad preculturales, ligadas a la condición misma de la materia viva, sin interferencias de una voluntad perceptiva, ni cognitiva, ni emotiva. Entonces estamos más próximos a la realidad del primate que a lo que podría entenderse culturalmente como humano.
Por este camino, no hay un solo criterio válido, sólido, seguro que nos permita definir un momento específico para aseverar el momento del ser humano construido como tal.

¿Quién le pone el cascabel al gato. Quién dictamina, define, decide esa construcción mínima y con qué criterios, que permita decidir cuándo esa vida es un ser humano sujeto de derecho?
Resulta un verdadero chalaneo (que como congénere de quienes lo hacen, me avergüenza) digno de un mercado persa, el empezar como si de una subasta o regateo se tratara, apuntando groseramente días, semanas, meses, horas y minutos, fijando momentos del proceso, no solo biológico, si no de madurez o maduración psíquica del feto, para definir cuándo la naturaleza humana se convierte en ser humano digno de ser reconocido como sujeto de derecho.

La cuestión es seria y de ella depende el derecho a la vida de cualquiera. Una persona que ocupa un alto cargo del gobierno declaró no hace mucho que “Abrir un debate moral y científico, terrenos en los que no hay acuerdo, no tiene sentido”.
¿¡Cómo que no tiene sentido discutir de este asunto, cuando de él depende la vida de muchos seres!? ¿En tan poco se estima la vida de los otros, que no vale la pena detenerse a reflexionar sobre este asunto?

La cuestión es seria. Si un ser humano no es tal por su naturaleza (como sujeto de derecho), entonces, sin recurrir a Dios, solo nos queda que lo sea a partir de una categoría cultural o convención social.
Pero, esto, nos pone dentro del peligro del relativismo cultural. Por ejemplo, que un modelo cultural considere fuera de la categoría humana a una raza. Por desgracia, todo el mundo sabe las consecuencias que atrajo el modelo cultural ario a la población judía de Europa.

Y quien dice modelo cultural, dice también convención social, pensamiento mayoritario. Creo que no se hace necesario explicar que la razón no estaba en el número de los que creían que la tierra era cuadrada, o en el número de aquellos a quienes les conviene creer una cosa por los beneficios de sus intereses, pasiones políticas, iras y rencores sociales y guerrocivilistas. Desgraciadamente, ha crecido la tendencia a suponer que la democracia es el gobierno de las mayorías, olvidando que es el primer peldaño hacia la degeneración democrática, puesto que fácilmente se desvirtúa hacia la demagogia. Se olvida que la democracia constituye esencialmente el exquisito respeto de todas y cada una de las minorías (porque, entre otras cosas, minoría somos todos en algún aspecto de nuestras vidas, y como individuos mismos que somos).

Añadamos a todo esto que, por otra parte, habrá también que revisar las propias bases o fundamentos sobre los que se asienta el derecho. Éste, no cabe duda, se constituye en un convenio que establece una sociedad, un convenio social, acerca de las normas de juego en la interacción de los individuos y los grupos. Pero ¿en qué se fundamenta ese convenio? Esto es lo primero que hay que dilucidar y definir.
¿Debe ser el derecho el compendio de acuerdos sociales en conformidad a los intereses fijados por unas mayorías, con independencia de cualquier otro criterio? ¿O el derecho debe construirse a partir de fundamentos que, si bien no pueden liberarse del todo de su condición cultural, al menos con ellos se intenta unos fundamentos más depurados epistemológicamente, para reducir así, al máximo posible, los errores lógicos, los fundamentos evidentemente interesados por posiciones egocéntricas, etnocéntricas, grupocéntricas?

Es evidente que, fuera del fundamento divino, el otro fundamento que ha querido presentarse con cierto carácter de mayor “objetividad”, ha sido el ya antes mencionado derecho natural. Y ya dijimos: nada más lejos de lo natural que el concepto de naturaleza manejado por los positivistas. “Natural” es dar un zarpazo al que me molesta. “Natural” eliminar incluso al que ocupa mi territorio.
Hemos dicho que el derecho no existe en la naturaleza, del mismo modo que no existe el retrete o el matrimonio, etc.. Ni siquiera existe el amor, porque en la naturaleza existe el periodo de celo, recurso a través del cual deviene la reproducción. El llamado instinto maternal, no es más que una pulsión defensiva de la especie.

Así pues, la cultura será relativa, pero es lo único con lo que contamos insoslayablemente (fuera de Dios, para los que son creyentes). Es el único camino posible para establecer la condición humana en sujeto de derecho desde un punto de vista agnóstico.
Pero, para que ello pueda suceder sin caer en el error de fundamentos discutibles, como lo pueden ser ese sentido del derecho a partir del convenio social (generalmente fundamentado en los intereses coyunturales de los poderes hegemónicos, el oportunismo político, etc.), o conceptos ajenos a la misma condición del derecho, como es el de naturaleza (ya que hemos visto que nada hay en ella que constituya ese sentido empático de la ética que encierra en sí mismo el derecho, sino que, por el contrario, constituye los aspectos más contrarios al mismo, como la selección natural, el predominio del más fuerte, la supremacía de la fuerza bruta, etc.), no se podrá partir si no de un principio ético esencial, elemental y me atrevería a decir, universal para cualquier sujeto, como es el “principio de honestidad”.

Es imprescindible abordar cualquier fenómeno o problema con un sentido de honestidad para consigo mismo y para con los demás. Con una plena conciencia que siempre, inexorablemente, el principio egocéntrico tenderá a condicionar nuestra observación, nuestro análisis y nuestras conclusiones y decisiones.
Por ello, no me refiero solo a una honestidad como creencia sin fisuras, asunción de una supuesta verdad por convicción. Generalmente, el convencimiento sin “dudas”, es la trampa mortal.
Nuestra percepción egocéntrica tiende a acomodar los datos que percibimos de modo que coincidan con nuestra idea de realidad, a la vez construida desde nuestra egocentricidad (porque toda percepción emerge de una urgencia del sujeto), por lo que tendemos a que todo coincida para confirmarnos a nosotros mismos y nuestras ideas.

De allí que la “duda” deba ser un imperativo categórico, implicado en todo fundamento y en todo proceso cognitivo y, desde luego, en toda decisión que afecte al “otro”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario