miércoles, 27 de mayo de 2009

FILTRACIONES IDEOLÓGICAS EN TORNO AL DEBATE SOBRE LAS ABLACIONES GENITALES FEMENINAS

Este artículo es una respuesta al elaborado por Alizia Stürtze(1) acerca de las mutilaciones genitales femeninas. En dicho artículo, la autora reclama la conciencia que ha de tenerse respecto a que, dichas prácticas, obedecen a una concepción de mundo, criticando a nuestra cultura su incapacidad por entender los fundamentos sobre los que se basan dichas prácticas, dado que los criterios de enfoque son asumidos como verdades absolutas. En este hilo argumental, acusa a nuestra cultura de una falta de sensibilidad y de unas orejeras que le impiden observar que, aquello que de forma genérica nuestra cultura entiende como mutilación, en realidad es un variado tipo de prácticas con sentidos y fundamentos distintos, que no pueden englobarse de una misma manera.
Comparto plenamente el que debe abordarse el problema de las ablaciones entendiendo que existen muchos modos de estructurar la realidad, y que nuestra perspectiva no es más objetiva que los presupuestos de los que parten otras culturas. Comparto, con reticencias respecto a la línea argumental seguida por la articulista, que nuestra cultura no se ha planteado la diversidad de tipos de ablación, englobándolas todas bajo un mismo criterio (pero no comparto que, detrás de ello, exista una intención perversa, sino un modelo cultural que estructura la realidad de un modo distinto). Comparto, también, que la condición inexcusable para poder enfocar este problema pasa por entender que la otra cultura parte de otros axiomas.
Si embargo, no estoy de acuerdo con el modo cómo se ha abordado este problema en el artículo.

No se puede descalificar una posición cultural, fundamentando que, ésta, no es consecuencia de unos fundamentos coherentes con la realidad. Porque, en ese caso, ninguna posición cultural ha de resultar válida, cuanto que, en efecto, toda posición se fundamenta sobre interpretaciones, subjetividad, mitificación, constructos ideáticos acerca de la realidad.
Es la condición esencial de toda cultura, de toda percepción humana. Y hasta el mismo intento de la ciencia y la epistemología, como esfuerzo de superar esta condición insoslayable, no escapa, al final, de ser un constructo que obedece a un interés funcional, desde una perspectiva particular y subjetiva de la realidad.

Cuando se llega a la conciencia de que esto es así, descalificar una posición cultural, atacando sus fundamentos como subjetividades relativas, para restar fuerza de credibilidad sobre los mismos, es una absoluta deshonestidad, dado que, la posición desde la que esto se hace, responde, también, a una entelequia tan subjetiva y relativa como la descalificada. Y esto lo debe saber quien esgrime tales argumentos.
Una cosa es mostrar a otro que su punto de vista es relativo, y que obedece a muchos condicionamientos (desde la propia condición egocéntrica humana, hasta todas las condiciones que supone un modelo cultural, un contexto social, y una dinámica social, cultural, política, económica, en fin, una historia), para posibilitar que esa persona pueda hacer una revisión crítica de sus propios mitos (proceso de liberación acerca de las creencias. Aportación a la construcción de su libertad), y posibilitar en él, o en ella, una actitud de mayor comprensión y empatía respecto de los demás puntos de vista, y otra cosa es utilizar los principios del relativismo como subterfugio para imponer los propios criterios, como si estos fuesen, no se sabe por qué arte de trascendencia mágica, los fundamentos verdaderos.

Cuando se esgrime el relativismo cultural, uno debe aplicar sus principios en ambas posiciones: la analizada, y aquella desde la que se está analizando, porque ambos puntos de vista son igualmente relativos.
Lo demás, es entrar a trapo en la misma confrontación de valores. En el mismo conflicto que se produce al enfrentarse dos universos valóricos que se asumen como verdades absolutas. Y por tanto, estaríamos argumentando desde los valores, asumiendo sus fundamentos como fundamentos absolutos, universales; en fin, como los verdaderos. En cuyo caso, nuestro análisis no tendría más valor, ni más legitimidad que el que pudiera hacer cualquiera de las partes implicadas.
Si la pretensión del análisis es ser antropológico, no tomar en cuenta todo esto constituye un error epistemológico gravísimo.

Y esta es la tesitura del artículo de Alizia Stürtze. (http://www.lahaine.org/sturtze/acerca_femenina.htm titulado "Acerca de la mutilación genital femenina") que, incluso, no tiene reparo alguno en transmitir toda la carga emocional que se deriva de unos valores asumidos como verdades absolutas. La carga emocional del que se cree poseedor de la verdad, empleando un lenguaje correspondiente a esa carga emocional: la prepotencia y agresividad de quien está en la verdad de Dios contra los pecadores, errados en su doctrina por su perversión moral.

Hay una implicación emocional no controlada y aunque, en la propia pretendida objetividad de la ciencia, no es posible inhibir la carga valórica (condicionada a la funcionalidad de un modelo cultural que constituye un relativo), cuando lo que se pretende es restituir la justicia (por cierto, otro valor nada objetivo), no se puede dar rienda suelta a las pasiones propias (ya que, aún frenándolas con toda la epistemología posible, se filtrarán inevitablemente en nuestro discurso).
Menos habrá de darse rienda suelta a las pasiones cuando, lo que se pretende, es una razón más objetiva, que sirva de antídoto de las pasiones que dominan las observaciones que se hacen desde nuestro modelo cultural, y que generan conflictos como el que nos ocupa (precisamente, esa mayor objetividad, que trata de inhibir las pasiones, es la pretensión del discurso científico, cuando realmente intenta serlo. Sabiendo, de antemano, que solo es una pretensión y no un objetivo plenamente alcanzable).

Si de lo que se trata es, simplemente, de una pataleta ideológico-política, sin ninguna otra aspiración más que la confrontación de valores, el discurso es peligroso para quien lo emite, dado que, el uso de las estrategias de relativizar a unos, es espada de doble filo: puede aplicarse a su propio discurso.

Pero creo (o me parece entender, dada la existencia de ciertas reflexiones de índole antropológica), que el artículo pretende más. Y si es así, hay que objetarle el descontrol valórico, o lo que es lo mismo, su falta de controles epistemológicos.

El artículo comienza con un juicio de valor acerca de la actitud de nuestra sociedad: "Desde nuestra superioridad moral...". No. Ya aquí nos encontramos con un error pasional que distorsiona la observación. No es desde "nuestra superioridad moral". Un tratamiento con menos intención descalificativa y más intención comprensiva del problema, debería entender que no es desde una prepotente y perversa superioridad moral desde donde se enfoca y desenfoca el problema. Es desde la legitimidad que otorga el hecho de haberse asumido unos determinados valores morales, porque, si son efectivamente asumidos, son creídos como fundamentos universales. En toda cultura hay una moral, y desde toda moral se legitima la propia posición como absoluta y verdadera. Yo preguntaría a la articulista ¿Desde su moral, es que acaso no asume como legítima su propia posición, y desde ella, por ello mismo, ataca sin piedad a nuestra cultura?

La frase continúa: "...sin ni tan siquiera molestarnos en distinguir los distintos tipos de mutilaciones..." Otra manifestación valórica sin control epistemológico, porque, no es una cuestión de molestarnos o no en hacer la distinción (la frase implica una especie de voluntaria negligencia, pues solo así se puede, entonces, criticarla moralmente). Es que, como consecuencia de un modelo de valores, la mutilación en sí constituye un problema. De modo que, todas las formas de mutilación vienen reducidas al problema primero y central (ya es un problema, con tintes de tragedia, la amputación de un miembro del cuerpo por razones médicas ¡Cuánta más resistencia hacia mutilaciones fuera de una razón asimilable en nuestra cultura, como es la razón médica!).
No hay, pues, una capacidad de distinguir tipos de ablación, que dependa su aplicabilidad, de molestarse o no molestarse en hacerlo. Estamos hablando de unos patrones culturales, que condicionan el modo de percibir la realidad, por lo que no cabe aquí hablar de una voluntad moral que, por lo tanto, pueda ser descalificada moralmente.

Continúa el artículo, diciendo que, desde esa superioridad moral, condenamos "con total furor" el "salvajismo que conlleva" (que conllevan esas prácticas, se entiende).
Si se asume una moral (y se asume porque es sentida como ordenamiento verdadero), habría que decir que a nuestra cultura no le pasa nada extraordinario, ni nada malévolo. Los enfoques, análisis, posicionamientos y reacciones respecto a este fenómeno, son la consecuencia lógica de lo que ocurre cuando, teniendo algo por verdadero, se enfrenta a algo falso. En términos morales, lo falso siempre es sentido como repugnante. Y la prueba de lo que digo, es el propio lenguaje del texto que, asumiendo los valores con que ataca la posición de nuestra cultura, la ataca "con total furor".

Continúa diciendo: "En Francia, país xenófobo donde los haya..." ¿Cómo puede calificarse y descalificarse a una comunidad entera, desde una categoría tan abstracta (Francia), que no puede definir la heterogeneidad sociocultural que se delimita en ese espacio?
Es difícil comprender esta frase, al menos que entendamos que la autora asume la idea de la existencia de razas y pueblos cuya condición genética les impulsa a actitudes xenófobas, construyendo modelos culturales en consecuencia. La autora asume, pues, la existencia de una naturaleza francesa. Por eso, efectivamente, a la autora no le vale "la molestia" de hacer distinciones entre la comunidad de franceses.
Podría haber dicho, por ejemplo: "En el espacio social de lo que se entiende convencionalmente por Francia, sectores sociales políticamente dominantes...muestran una actitud xenófoba ", porque, precisamente, decir "...en Francia, país xenófobo donde los haya", es poner en el mismo saco a toda la comunidad. Y ello va más en consonancia con la actitud xenófoba que quiere criticarse (amén que, gran parte de los principios sobre los que se asienta la ética de los derechos de los demás, se concreta históricamente a partir de la revolución francesa, en ese espacio que el artículo define xenófobo donde los haya).

El artículo expone, entre otras líneas argumentales con las que quiere revelar la voluntad perversa de Occidente, la imposición de la moral occidental en el África colonial. Y una vez más yerra en su enfoque. Los hechos que cita son ciertos. No lo es la interpretación que da a los mismos.
No hay una intención perversa en la acción de globalizarse la moral occidental. Hay una percepción etnocéntrica de la realidad, a la que corresponde una moral etnocéntrica (y en toda cultura, como universo de valores asumidos, la percepción es etnocéntrica, salvo cuando hay un esfuerzo epistemológico que, por cierto, es el que se pretende en la producción filosófica y científica occidental, como es en el caso muy particular de la antropología, que no olvidemos, es producto de nuestra cultura y emerge como uno de los más efectivos esfuerzos de empatía para con los "otros").

En las anotaciones que aporta nuestra articulista acerca de la injerencia cultural de Occidente sobre África, no falta el apunte que relaciona dicha actuación con las intenciones malévolas de una economía calculada.
Pensar esta ingerencia como producto de un cálculo malévolo, perverso, de unos intereses económicos de carácter capitalista-imperialista, orientados por el egoísmo y la maldad, no deja de ser una visión infantíl, ingenua y simplista de los hechos. Es no tener claro que, a un modo de entender el mundo, corresponde un modo de ordenarlo en lo social, en lo político, en lo económico. Niveles que interaccionan construyéndose una lógica coherente entre todos ellos.

No vamos a cansarnos enumerando todas y cada una de las frases que, con ese tono y talante de reproche visceral, el artículo va vertiendo, no para comprender los fundamentos de una y otra cultura. Parece que para Alizia Stürtze nuestra cultura no merece el trato que le otorga a las otras. No merece ser igualmente comprendida. Aquí, simplemente, se trata de demonizarla.

Pero es el caso que, si queremos que nuestra actitud supere nuestros mitos, debemos comprender, primero, que estos no son hijos de una voluntad perversa, calculadoramente interesada. Comprender, también, que este lenguaje de ataque y de reproche, suscitará la misma respuesta, la misma resistencia moral, que se suscita en aquellos miembros de otras culturas, cuando ven y sienten atacados y demonizados sus fundamentos.

El camino seguido por este artículo no aporta, pues, la necesaria serenidad de criterios para acercarnos a las otras culturas. Al zaherir a la nuestra, lo que hace es aportar más tensión al conflicto que se quiere evitar y resolver.
La comprensión del otro parte de comprendernos a nosotros mismos. Y la comprensión surge de una reflexión serena, no del ataque visceral y la agresividad. La letra no entra con sangre, y ello es lo primero que debería saber un anarquista. Los chicos buenos y los chicos malos resulta una visión muy maniquea e infantil de los problemas que se suscitan entre los seres humanos.

El párrafo menos apasionado es el que, por fin, aludiendo a un ejemplo para comprender al otro, recurre, desechando toda intención perversa en nosotros (y por tanto asumiendo que existe un comportamiento basado en una concepción de mundo creíble para nosotros), recurre, repito, a lo que nos pasa desde nuestros valores: "Es como si, sin conocer la importancia que en nuestra cultura actual se concede al cuerpo, las mujeres africanas cuestionaran nuestro derecho a ..."
Esa es, precisamente, la línea que debería haberse seguido desde el principio. Insistir que, lo que hace el otro, lo mismo que lo que hacemos nosotros, lo hace, lo hacemos, bajo unos fundamentos que gozan de credibilidad ante nosotros mismos, o en su caso, ante ellos mismos. Ellos lo hacen bajo unos fundamentos que gozan de la misma credibilidad que los fundamentos que nosotros asumimos como creíbles.
Por tanto, debemos intentar un esfuerzo empático para poder entenderlos. Este es el requisito fundamental y primero para enfocar el problema que se plantea entre dos culturas que se rozan. A partir de ahí, queda mucho camino, porque, comprender no significa que, desde nuestro sentir, desde nuestros valores, las prácticas de la ablación no nos dejen de resultar repugnantes.
Ahora es cuando comienza el segundo gran problema ¿Comprender para, desde el conocimiento de la lógica de otra cultura, incidir en ella de manera menos traumática? o ¿Comprender para aceptar, aún resultándonos repugnante esas prácticas? La primera pregunta podría insistir en una visión etnocéntrica. La segunda constituye un conflicto moral porque ¿quién hay que, testigo presencial de un acto que, aunque comprensible, nos repugna, no sienta la necesidad de reaccionar de algún modo? No estoy dando respuestas. Simplemente expongo el problema.


(1) Alizia Stürtze es Licenciada en Historia de España y América por la Universidad de Deusto , en Inglés por la Universidad de Talence (Burdeos) y se ha especializada en Historia de Euskal Herria, específicamente en las minorías y el los problemas de exclusión de las mismas.

sábado, 23 de mayo de 2009

Aborto….Reflexiones (3ª parte)

Al hilo de lo hasta aquí expuesto, me dirán algunos: “Sí. Todo esto esta muy bonito, pero la realidad es que se aborta; que la sociedad es como es y plantea situaciones que impelen al aborto. Y en esas condiciones, es necesario una legislación de mínimos, para proteger la vida de la mujer, expuesta a inadecuadas prácticas médicas, caras y sometida a la presión social, que conculca el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo y su vida”.

Es curioso que este argumento reaccionario, por rendido a una realidad, lo acojan corrientes políticas cuya tradición ideológica asume enfrentarse a la realidad revolucionariamente y construir la utopía. Como mínimo supone una gran contradicción al sentido de sus ideologías. Trasponiendo el discurso reaccionario, esto vendría a ser exactamente igual que decir: “Sí, todo esto de la revolución, del hombre nuevo, de la utopía socialista, es muy bonito, pero la realidad es que se explota al trabajador, que la sociedad es como es y que se plantean condiciones económicas que hacen inevitable la explotación laboral. Y en estas condiciones, es necesaria una legislación de mínimos para establecer las condiciones de explotación de modo que no resulten tan duras al trabajador, limitando algunas inadecuadas prácticas empresariales para que la explotación no alcance cotas tan escandalosas”.
Es renunciar, de antemano, a transformar la realidad, conformándose con adaptarse a ella, acomodando la sociedad a unas condiciones mínimas. Es renunciar a la esperanza, a la historia, a asumir ser motor de nuestro camino.
Me temo que el derrotero de esas corrientes ideológicas hace tiempo que se convirtieron en corrientes de acomodación más que de revolución y motor de la historia.

Soy consciente que ante lo dicho, se rasgarán las vestiduras todos y todas las y los fanáticos que solo ven egocéntricamente su “derecho” y que acomodan su visión de la realidad a esos intereses egocéntricos. Por ejemplo, negarán la condición humana del feto para poder negar que éste pueda ser sujeto de derecho. Les es imperioso hacer esto, pues es la clave con la que se justifican y legitiman su postura. Y no digo que sean deshonestos en esta formulación. Estoy seguro que la mayoría, incluida la Ministra de la cartera de igualdad, se lo cree de buena fe. Pero a esa postura faltan criterios que permitan desembarazarse de la tendencia a percibir y acomodar los datos en el sentido que les ofrece su idea de realidad, idea construida, a su vez, desde su egocentricidad, sin la más mínima fisura de incertidumbre, de duda, de revisión crítica. Sus operaciones de percepción y acomodación de los datos, dominadas por un patrón ideológico sin incertidumbres, y tan sospechosamente acorde a sus deseos, les conduce inevitablemente a la confirmación de la propia identidad y de sus propias ideas. Es una entrega en caída libre a ese procedimiento inherente a la egocentricidad de la materia viva, donde se tiende a ordenar la realidad para que calce con la idea de realidad, negando, como falso, todo aquello que no calza con esa idea de realidad preestablecida. Falta mucha autocrítica, mucha revisión de conceptos, mucha epistemología y muchos ejercicios de lógica (una de las graves consecuencias del retroceso en los estudios de humanidades y filosofía en particular, que evidentemente enseñan a pensar y superar los mecanismos de sesgo, aunque no sirvan para una carrera de ganapanes, que parece ser lo único que interesa en los planes de estudio).

Es evidente que el feto no posee otra naturaleza que la de los miembros de la especie que lo han engendrado. Es un ser humano en proceso (toda la vida es un proceso a varios niveles). Pero, fíjense ustedes, que no digo un ser humano en formación. Digo con plena conciencia de su alcance, que es un ser humano en proceso… ¿Y por qué este matiz? Porque el sentido del término “formación” supone la existencia previa de un “estado de plenitud”, un estado de realización completa. Pero ¿cuándo está hecho, realizado por completo el ser humano? Biológicamente hay un proceso continuo de embrión a feto, de feto a neonato, de neonato a niño, de niño a púber, de púber a adolescente, de adolescente a joven, de joven a adulto, de adulto a anciano y de anciano sobreviene la muerte. Intelectualmente el proceso es permanente. Y no hablemos en el plano psicológico donde, incluso, los procesos de maduración frecuentemente no se alcanzan en los periodos que socialmente se han establecido.

Suponer uno de estos momentos del proceso como “el momento arquetipo” no tiene ningún fundamento, mas que un interés subjetivo y relativo, obediente a modelos de realidad que responden a condiciones e intereses donde conviene establecer la identidad referente en un momento dado. Pero, si ningún momento es el referente, lo es en sí el proceso entero. Y siendo así, la condición humana y el derecho que la acompaña, debe englobar al proceso en su totalidad. Lo demás es política, intereses, por no decir lo que supone liquidar a un ser vivo por pura coyuntura política y conveniencia de un colectivo.

No espero convencer a quienes están convencidos de las bondades de la propuesta ley del aborto (dejándome en el tintero la otra atrocidad filo-nacista, en la que se contradice la condición de minoría de edad y la responsabilidad de los progenitores, que huele a la posibilidad de delatar a la familia si esta no cumple con el Estado. Lo dejaré para otra ocasión). No espero convencerles porque, llegar a proponer lo que han propuesto, revela a las claras el fanatismo, la condición dogmática, el pensamiento sin fisuras que les domina. Y con ser malo, quiero creer que se trata de esto, y no de un oportunismo político, de tinte electoral, para retener o ganar votos de ciertos colectivos. Porque entonces el calificativo ya no sería de obtusos intelectuales.

viernes, 22 de mayo de 2009

Aborto….Reflexiones (2ª parte)

Decíamos que la “duda” debe ser un imperativo categórico, implicado en todo fundamento y en todo proceso cognitivo y, desde luego, en toda decisión que afecte al “otro”.

La duda. Y cuando la duda se instala en problemas de los que depende decidir sobre la vida o la muerte de sujetos vivos, parece razonable y desde luego del todo prudente y ético, no acometer actos irreversibles.
Por este solo motivo es reprobable la pena de muerte y por este mismo motivo, cualquier decisión abocada a cegar la vida. Puesto que, una vez ejecutado el ser, ya no podrá haber enmienda.

Si agregamos a esta razonable incertidumbre, la certidumbre acerca de la naturaleza humana del feto (porque no es pero, ni reptil), todo ello nos debe conducir a una duda tan razonable, que nos impida posiciones dogmáticas, conducentes a posiciones que puedan suponer actos irreversibles e irreparables. Esa duda, esa incertidumbre, esa prudencia debe ser un imperativo moral incontestable. Y desde esa duda no es posible decisiones conducentes a cegar la vida y anteponer cualquier otro derecho al más elemental y primero que fundamenta la ética humana: el de la vida.

Creo que serán muy pocos los que no estén de acuerdo en que el aborto significa un fracaso de todas las medidas de prevención y educación. Que el aborto es un fracaso de todas las medidas de asistencia social. Pero, sobre todo, el aborto (y en esto serán ya menos los que estarán de acuerdo) es un fracaso moral como consecuencia de primar valores devinientes de una egocéntricidad acrítica y, por consiguiente, es una de las tantas consecuencias del fracaso del inexcusable intento del ser humano de trascender con un sentido empático, es decir, hacia lo que le hace superarse precisamente de masa orgánica, pulsada por las urgencias y los deseos egocéntricos, para alcanzar la condición de lo humano.

Y no es gratuito que emplee el término “masa orgánica, pulsada por las urgencias y los deseos egocéntricos”, en vez del término “animal”. Los animales no abortan, vaya por delante. Cuando el ser humano no se construye como tal, trascendiendo a las urgencias y deseos primarios, no es un animal. No se torna ni retorna a la animalidad. Y si no es un ser humano, ni es animal, solo cabe la monstruosidad.

Lo que propongo supone una mirada honesta al interior de nuestras conciencias, con un sentido crítico y autocrítico de nuestras motivaciones y fundamentos. Someter toda nuestra postura a un análisis epistemológico, para descubrir las motivaciones que nos mueven a tomar las decisiones y las posturas que nos ocupan. Con conciencia de nuestra sustancial tendencia egocéntrica.

Debemos revisar los fundamentos y motivaciones de nuestra idea de la realidad, que no puede basarse en convenios colectivos que parten de supuestos totalmente acríticos, dominados por los intereses más parciales. Por imposiciones de una voluntad hegemónica, cuya única fuerza para sus fundamentos es su capacidad de imponerse por la fuerza o la manipulación, el recurso al sofisma, a las triquiñuelas y juegos procesales, a alianzas antitéticas entre grupos de poder que chalanean.

Mi posición respecto al aborto es la misma que tengo en relación a la pena de muerte y al suicidio (no así la eutanasia ante la muerte inevitable por enfermedad Terminal). Un día alguien me preguntó ¿por qué consideraba punible el suicidio? Respondí: Porque la ley debe defender, por principio, la vida y nunca aceptar su fracaso. Otra cosa es, establecido este principio, que seamos capaces de entender la angustia, el dolor, el miedo, la desesperación que sufre quien llega hasta este límite, y lo indultemos. Pero no podemos legitimar su consecuencia irreversible. Antes bien, debemos ofrecer los recursos necesarios para evitar que la gente caiga en el marasmo autodestructivo.
No solo se trata de recursos técnicos y materiales. La felicidad, la autoestima, el amor, la responsabilidad, devienen de una sólida formación y de una sociedad cuyo Paradigma esté orientado hacia esos bienes.

lunes, 18 de mayo de 2009

Aborto….Reflexiones (1ª parte)

La vida no tiene motivos. Tiene imperativos absolutos. El primer imperativo es ser, existir.
No se trata de un motivo, ni de una voluntad. De ahí que no es una cuestión moral, ni un relativo. Es condición intrínseca, sine qua non de la vida afirmarse en su condición de tal.

Esa pulsión constituye una serie de acciones, digamos metafóricamente, ciegas, amorales, movimientos fisiológicos, vegetativos, parasimpáticos, meramente funcionales, propios del organismo viviente en su condición de tal, que sostienen la condición de vida. No tienen el propósito, no tienen la voluntad de sostener esa condición de vida. Simplemente son, como un imperativo categórico. Nada más.

Esa condición de vida, para sostenerse como tal, supone unos equilibrios internos y externos, que empujan a una interacción entre las partes, a nivel interno, y a una interacción, de la unidad resultante, con el medio, hábitat o biotopo.
Esta interacción tampoco es consecuencia de un propósito o voluntad. Forma parte de esos movimientos referidos en el párrafo anterior. Simplemente son un imperativo categórico, intrínseco a la condición de lo vivo. La interacción emerge desde y por las urgencias propias del organismo.

Así pues, puede decirse sin temor a errar, que la vida, su condición intrínseca y esencial, tiene un carácter totalmente “egocéntrico” que se mantiene a lo largo de todo el proceso de complejización, desde la molécula u unidad orgánica elemental, pasando por el proceso de asociaciones moleculares en organismos más complejos, hasta llegar a organismos tan complejos como son los mamíferos, que a su vez requieren de sociabilidad en diferentes grados de complejidad, hasta los individuos de nuestra especie y la sociedad que conforman.

En todo el proceso de complejizaciones y hasta ese grado de complejidad que permite identificar lo que vamos a entender como inteligencia, no hay moral, ni voluntad. La percepción de sí y del mundo responde a las urgencias subsistenciales más elementales. Y no como un propósito de subsistencia, si no como un imperativo categórico que se experimenta en urgencias como el hambre, la sed, el displacer, que impelen a la acción que calma.

Así pues, cuando alguien habla de la vida como derecho y fundamenta y legitima ese derecho, bien si es agnóstico, en el derecho natural por ejemplo, o si es creyente de cualquier religión, en la condición sagrada que Dios otorga a la vida humana, no está considerando varios problemas previos, que hay que esclarecer y resolver.

Comencemos por los fundamentos legitimadores y demás fundamentos que desde el agnosticismo suelen traerse a la palestra para fundamentar y legitimar la vida.
Para empezar, el derecho no es un cuerpo conceptual absoluto, objetivo, situado en la exterioridad de la humanidad. El derecho es una creación ético-moral del ser humano. Por lo tanto, sujeto a su condicionalidad.
En segundo lugar, si asentamos la legitimidad en el orden natural, olvidamos dos cosas. La primera, es que el concepto de naturaleza está sujeto a una percepción relativa y por tanto, distorsiona lo que puede ser ella en su objetividad intrínseca. La segunda cuestión que olvidamos, es que nada más contrario al sentido de lo que entendemos por derecho, que la naturaleza en aspectos como la selección natural, o la cruel lucha por la subsistencia, que deviene en cazar para comer, que es negar el derecho a la vida del otro.

Esto, desde el lado de los fundamento de carácter agnóstico. Pero ¿qué decir de los fundamentos religiosos? Es evidente que si Dios existe, no hay ninguna duda respecto a la condición divina de la vida y la discusión no tendría lugar en absoluto.
Pero el problema es que cabe la duda. Una considerable parte de la humanidad no asume creencias religiosas. Si Dios no existe, o no es lo que pretende cada religión que sea, el problema queda abierto para un gran número de seres humanos.

Para esa parte de la humanidad planteo este problema, pues es evidente que un creyente posee certezas y no necesita de una reflexión de otro orden distinto para fundamentar y legitimar la vida.

La vida es anterior al derecho (y a Dios como concepto humano). La vida no es justificable, Es anterior a toda justificación y juicio. No lo necesita. Es un imperativo que se afirma en sí misma como condición de sí. Es más. Por esto mismo, al final, tras un proceso cultural, a posteriori, se resignifica, se otorga sentido, se justifica, se otorga derecho a la vida, porque es ella el imperativo que condiciona en esa dirección.

Así pues, todo derecho, todo fundamento que justifique y legitime la vida (todo Dios como concepto humano), no hace más que apuntar hacia, o tener coherencia o correspondencia, con el imperativo propio de la vida de afirmarse.

¿Qué mejor fundamento que la condición misma intrínseca?

Por otra parte, sabemos que de un peral no brotan manzanos, ni que de una gallina nacen patos, ni de un reptil mamíferos.
Ese elemental conocimiento nos permite deducir, sin dudas, que de un ser humano no puede nacer otra naturaleza diferente que no sea la humana. Esto nos permite enunciar, sin dudas, que lo que se engendra, desarrolla y nace, tiene la condición de la naturaleza humana.

Ahora bien. Una cosa es la condición biológica de lo humano y otra ser un sujeto de derecho.
Da la casualidad que, para ser sujeto de derecho, hay que ser por lo menos un sujeto vivo de la especie humana (ahora, con nuestra cada vez creciente conciencia ecológica y antropológica, planteamos también algunos los derechos de los animales).
El problema es cuál es el fundamento, el axioma incontestable (valga la redundancia) que convierte la vida de naturaleza humana en sujeto de derecho… ¿su condición esencial, es decir, la naturaleza que lo hace ser un ser humano y no otra cosa? En este caso, la naturaleza humana está intrínseca en el propio embrión que se gesta, sin discusión.

Pero, otros dirán, que no es sujeto de derecho la condición biológica de la vida, ni la naturaleza humana, si no en tanto y cuanto esa condición y naturaleza se hayan “construido como seres humanos”.

El problema que aquí se abre es mayúsculo porque ¿Quién y cómo se determina el momento que permite definir al ser humano construido? ¿Qué categorías entrarán en juego para ser valoradas en esta medida? ¿Un nivel de capacidad perceptiva y cognicional, combinada con un nivel de capacidad emotiva o emocional del feto? Si esos niveles no son culturales (y no lo podrían ser si hablamos del feto, ya que éste no está socializado, ni recibe ninguna impronta cultural), estamos hablando de percepción y cognición y emocionalidad preculturales, ligadas a la condición misma de la materia viva, sin interferencias de una voluntad perceptiva, ni cognitiva, ni emotiva. Entonces estamos más próximos a la realidad del primate que a lo que podría entenderse culturalmente como humano.
Por este camino, no hay un solo criterio válido, sólido, seguro que nos permita definir un momento específico para aseverar el momento del ser humano construido como tal.

¿Quién le pone el cascabel al gato. Quién dictamina, define, decide esa construcción mínima y con qué criterios, que permita decidir cuándo esa vida es un ser humano sujeto de derecho?
Resulta un verdadero chalaneo (que como congénere de quienes lo hacen, me avergüenza) digno de un mercado persa, el empezar como si de una subasta o regateo se tratara, apuntando groseramente días, semanas, meses, horas y minutos, fijando momentos del proceso, no solo biológico, si no de madurez o maduración psíquica del feto, para definir cuándo la naturaleza humana se convierte en ser humano digno de ser reconocido como sujeto de derecho.

La cuestión es seria y de ella depende el derecho a la vida de cualquiera. Una persona que ocupa un alto cargo del gobierno declaró no hace mucho que “Abrir un debate moral y científico, terrenos en los que no hay acuerdo, no tiene sentido”.
¿¡Cómo que no tiene sentido discutir de este asunto, cuando de él depende la vida de muchos seres!? ¿En tan poco se estima la vida de los otros, que no vale la pena detenerse a reflexionar sobre este asunto?

La cuestión es seria. Si un ser humano no es tal por su naturaleza (como sujeto de derecho), entonces, sin recurrir a Dios, solo nos queda que lo sea a partir de una categoría cultural o convención social.
Pero, esto, nos pone dentro del peligro del relativismo cultural. Por ejemplo, que un modelo cultural considere fuera de la categoría humana a una raza. Por desgracia, todo el mundo sabe las consecuencias que atrajo el modelo cultural ario a la población judía de Europa.

Y quien dice modelo cultural, dice también convención social, pensamiento mayoritario. Creo que no se hace necesario explicar que la razón no estaba en el número de los que creían que la tierra era cuadrada, o en el número de aquellos a quienes les conviene creer una cosa por los beneficios de sus intereses, pasiones políticas, iras y rencores sociales y guerrocivilistas. Desgraciadamente, ha crecido la tendencia a suponer que la democracia es el gobierno de las mayorías, olvidando que es el primer peldaño hacia la degeneración democrática, puesto que fácilmente se desvirtúa hacia la demagogia. Se olvida que la democracia constituye esencialmente el exquisito respeto de todas y cada una de las minorías (porque, entre otras cosas, minoría somos todos en algún aspecto de nuestras vidas, y como individuos mismos que somos).

Añadamos a todo esto que, por otra parte, habrá también que revisar las propias bases o fundamentos sobre los que se asienta el derecho. Éste, no cabe duda, se constituye en un convenio que establece una sociedad, un convenio social, acerca de las normas de juego en la interacción de los individuos y los grupos. Pero ¿en qué se fundamenta ese convenio? Esto es lo primero que hay que dilucidar y definir.
¿Debe ser el derecho el compendio de acuerdos sociales en conformidad a los intereses fijados por unas mayorías, con independencia de cualquier otro criterio? ¿O el derecho debe construirse a partir de fundamentos que, si bien no pueden liberarse del todo de su condición cultural, al menos con ellos se intenta unos fundamentos más depurados epistemológicamente, para reducir así, al máximo posible, los errores lógicos, los fundamentos evidentemente interesados por posiciones egocéntricas, etnocéntricas, grupocéntricas?

Es evidente que, fuera del fundamento divino, el otro fundamento que ha querido presentarse con cierto carácter de mayor “objetividad”, ha sido el ya antes mencionado derecho natural. Y ya dijimos: nada más lejos de lo natural que el concepto de naturaleza manejado por los positivistas. “Natural” es dar un zarpazo al que me molesta. “Natural” eliminar incluso al que ocupa mi territorio.
Hemos dicho que el derecho no existe en la naturaleza, del mismo modo que no existe el retrete o el matrimonio, etc.. Ni siquiera existe el amor, porque en la naturaleza existe el periodo de celo, recurso a través del cual deviene la reproducción. El llamado instinto maternal, no es más que una pulsión defensiva de la especie.

Así pues, la cultura será relativa, pero es lo único con lo que contamos insoslayablemente (fuera de Dios, para los que son creyentes). Es el único camino posible para establecer la condición humana en sujeto de derecho desde un punto de vista agnóstico.
Pero, para que ello pueda suceder sin caer en el error de fundamentos discutibles, como lo pueden ser ese sentido del derecho a partir del convenio social (generalmente fundamentado en los intereses coyunturales de los poderes hegemónicos, el oportunismo político, etc.), o conceptos ajenos a la misma condición del derecho, como es el de naturaleza (ya que hemos visto que nada hay en ella que constituya ese sentido empático de la ética que encierra en sí mismo el derecho, sino que, por el contrario, constituye los aspectos más contrarios al mismo, como la selección natural, el predominio del más fuerte, la supremacía de la fuerza bruta, etc.), no se podrá partir si no de un principio ético esencial, elemental y me atrevería a decir, universal para cualquier sujeto, como es el “principio de honestidad”.

Es imprescindible abordar cualquier fenómeno o problema con un sentido de honestidad para consigo mismo y para con los demás. Con una plena conciencia que siempre, inexorablemente, el principio egocéntrico tenderá a condicionar nuestra observación, nuestro análisis y nuestras conclusiones y decisiones.
Por ello, no me refiero solo a una honestidad como creencia sin fisuras, asunción de una supuesta verdad por convicción. Generalmente, el convencimiento sin “dudas”, es la trampa mortal.
Nuestra percepción egocéntrica tiende a acomodar los datos que percibimos de modo que coincidan con nuestra idea de realidad, a la vez construida desde nuestra egocentricidad (porque toda percepción emerge de una urgencia del sujeto), por lo que tendemos a que todo coincida para confirmarnos a nosotros mismos y nuestras ideas.

De allí que la “duda” deba ser un imperativo categórico, implicado en todo fundamento y en todo proceso cognitivo y, desde luego, en toda decisión que afecte al “otro”.