martes, 1 de marzo de 2011

La transversalidad y el papel de las ideologías en la definición e identidad de un proyecto político.


Ha habido algunos intentos de crear partidos políticos “transversales”, en torno a ciertos temas y objetivos centrales y básicos, en los que un amplio espectro de la ciudadanía, aun procediendo de distintos entornos ideológicos, podría ser coincidente y trabajar juntos. La idea en principio no es mala, pero es absolutamente contraria a lo esencial que define a un partido político, que se estructura en torno a una ideología, que resulta de una cosmovisión de mundo, de un modo de entender la realidad total, no solo en lo concerniente a modelos económicos y sociales, sino que, y sobre todo, respondiendo a modelos morales distintos, perspectivas filosóficas y enfoques de la relación individuo-sociedad diferentes.
Por ello, cualquier idea de transversalidad dentro de un partido, no puede ser si no una contradicción cuyas consecuencias finales pasarán ineludiblemente por una pugna interna a consecuencia de los diferentes grupos ideológicos que, naturalmente, pugnarán por hacerse con el control y la hegemonía en y del aparato. Donde la frustración y sentimiento de traición a diversos postulados de cada grupo, crearán crisis cíclicas y expulsiones o abandonos. Y lo que es más, aún en el teórico caso de un hipotético funcionamiento, las distintas corrientes ideológicas terminarían por obstaculizar y ralentizar el trabajo común con sus rencillas internas.

En este sentido, y vistas experiencias concretas de fracaso o escasos resultados (algunos partidos de reciente factura y centrismos orientados por la transversalidad), cualquier proyecto político en forma de partido, si ha de preciarse como propuesta sólida, con una posición seria, responsable y que permita un paso más hacia su factibilidad, inevitablemente ha de definir unas políticas claras en todas las esferas que competen a la cosa pública y dejar bien definido el margen ideológico en el que podrá trabajarse en esa organización. Y ello, sobre todo, por respeto al ciudadano, al afiliado y para que nadie se llame a engaño y sepa desde un principio por qué lucha, por qué vota y qué puede demandar al partido desde un principio.

En estos momentos de manifiesta corrupción y perversión del sistema político, que tras sus treinta años de rodaje ha manifestado sus inequívocos límites, contradicciones y defectos, un proyecto político, al margen de cualquier ideología (dentro de los márgenes de la democracia evidentemente), no puede sustraerse a enfrentarse con la urgente necesidad de presentar una alternativa efectiva para iniciar un proceso de regeneración democrática en este país. Pero, puestos en esta línea, hay que darse cuenta que no solo se trata de crear los mecanismos para corregir las distorsiones que han permitido los casos de corrupción y un sistema de representación deficiente. Es necesario un nuevo modelo de Estado, de concepción del Estado y de su papel en un nuevo orden mundial, que se anuncia imparable, donde las fronteras nacionales empiezan a no tener sentido. Este es uno de los retos que deberá asumir un nuevo partido, que no quiera ser una versión manida de lo que ya está ofertado, desde la derecha hasta la izquierda, pasando por el centro y las radicalidades, en el mercado de lo político.

Por otro lado, como partido, deberá dar respuesta a toda una gama de problemas de toda índole que atañen al ámbito político. Un partido no puede entenderse como una organización basada en cuatro puntos de reforma del Estado, porque la sociedad demanda respuesta y soluciones a cuestiones tan urgentes como la actual y coyuntural crisis económica, que supone tener un claro programa económico y unos fundamentos que lo justifiquen. Del mismo modo, la sociedad demanda políticas sociales, de empleo, sanitarias, educacionales, de defensa, etc., y demanda prestaciones de servicios diversos, todo lo cual supone unos programas pertinentes, tras de los cuales hay una idea de realidad, de sociedad, un proyecto colectivo que conduce, no solo a resolver problemas presentes, si no a construir futuro y construirlo desde unas bases democráticas. Y todo ello está impregnado de ideología. Por lo que es imposible plantearse un partido sin sólidos fundamentos ideológicos, porque es lo mismo que decir, sin una visión, ni proyecto, ni valores que lo orienten.

Es prioritario iniciar un proceso de regeneración de las instituciones políticas y del Estado. Es cierto que existe un amplio espectro de ciudadanos de diferentes concepciones ideológicas, que reconocen este problema y que desearían trabajar en conjunto para encauzar este proceso. Es cierto que estos ciudadanos necesitan un espacio de vertebración y organización para encauzar la o las acciones políticas, cívicas pertinentes para llevar a cabo esta labor. Por ello, si bien un partido político es una identidad ideológica, que por tal, no puede acoger en su seno a diferentes concepciones ideológicas, sí puede sumarse a un movimiento ciudadano por la regeneración, si este objetivo político forma parte de su ideario y programa. Sí puede coaligarse con otras formaciones políticas para la prosecución de estos objetivos (si esas formaciones políticas son igualmente coincidentes con estos objetivos). Se puede alentar, apoyar, trabajar de modo coordinado y en conjunto por determinadas metas. En esta tesitura, y bajo esta óptica, cualquier partido que se plantee trabajar por un proceso de regeneración democrática deberá estar siempre dispuesto a todo tipo de alianzas y esfuerzos. Pero ha de quedar claro que, con ser un objetivo primordial el proceso de regeneración democrática, un partido es un proyecto político que abarca mucho más y que deberá mirar al futuro.

Tampoco significa esto, aferrarse a líneas ideológicas tradicionales, históricas, con actitud ortodoxa, como si la vida, la historia, debiera sujetarse a una idea. Porque las ideas no son estáticas y sufren procesos en la interacción con la realidad. El diálogo constante entre concepción de mundo y mundo, es un proceso dialéctico que transforma mundo e idea de mundo.
Pero ello no significa aceptar una inconsistencia cosmovisional, sino aceptar la idea de proceso, de constante desestructuración y recreación a partir de determinadas posiciones, que constantemente la historia pone a prueba, a revisión, a proceso de cambio. Las categorías concretas de análisis y definición de la realidad, su relación entre sí, incluso los modelos morales que derivan, pueden ser permanentemente desestructuradas, revisadas, modificadas. Sí, pero lo que no sufre ese proceso que las hace contingentes, (o no lo sufre en la medida y aceleración que estas categorías), es la orientación ética y el conjunto de valores que de ella derivan, y que constituyen esos principios rectores que el ser humano pretende definir como los universales de justicia (de ahí que no contingentes y sí constantes) y que, ya sea la realidad social, estructurada en un orden de castas, estamentos o clases (escenarios histórico-sociales diferentes y que corresponden a concepciones distintas de la realidad, en lo tocante a orden social), orientarán la acción política hacia la igualdad, el derecho del individuo por encima del grupo, la libertad, siempre con un sentido empático, propio e inherente a la plenitud de la conciencia.

No podemos prescindir de consideraciones filosóficas, porque ninguna acción humana puede pretenderse objetiva, instrumental, carente de un sentido, pues que tras ellas siempre hay una cosmovisión, un modo de entender y sentir la realidad. Negar esto, es correr el peligro de erigir nuestra acción como acción neutra, científica, racional, objetiva, pretendiendo dotarla de legitimidad dentro de esos parámetros. Y nada más alejado de la realidad que tal cosa. Por ello, concebir un pretendido partido instrumental, carente de ideología, al margen de todo sentido, moral o fundamentos éticos, es una falacia. Y lo que es peor, una falacia peligrosa, a través de la cual pude llegarse a justificar las aberraciones más execrables (como el holocausto, la eliminación del enemigo objetivo, etc.), bajo la apariencia de un análisis objetivo de la realidad. Creerse desposeído de toda ideología, es erigirse en un Dios, o bien en un instrumento sin sentido ni norte (porque la diferencia entre un instrumento como el cuchillo o el bisturí, no está en el instrumento en sí, si no en la mano del que lo utiliza y los sentimientos y fines consecuentes con que lo utiliza).

Otra cosa es aferrarse a concepciones ideológicas de un modo acrítico y anacrónico y asumir una certeza, sin la debida fisura de la prudente duda, o sin la actitud de la debida empatía, que nos permite y facilita entender el contexto que ha modelado y condicionado la identidad ideológica, tanto propia como la del otro, pudiendo establecerse las condiciones en las que solo es posible la tolerancia, el respeto y la convivencia.

Podemos esperar un Estado como el espacio que garantice la individualidad, la diversidad, la libertad para ello. Pero, esta expectativa y objetivo, es igualmente consecuencia lógica de una perspectiva ideológica, derivada de una cosmovisión asentada en una teorización filosófica y una consecuente formulación ética. Y no encuentra otro fundamento, sentido y legitimidad que dentro de dichos parámetros.

Por ello, cuando proclamamos un Estado laicista, un Estado fundamentado en el pacto racional entre ciudadanos (por encima de razones étnicas, religiosas, culturales, o de cualquier otra consideración identitaria de carácter etno-cultural), sin otra consideración que la declaración universal de los derechos del ser humano, y declaramos un Estado democrático, donde el individuo y solo él es el sujeto de derecho, no estamos siendo objetivos o más racionales que cualquier otra concepción para el Estado. Estamos expresando nuestro sentimiento de realidad, nuestra idea de la realidad, nuestro deseo de realidad, nuestro constructo, desde unos parámetros perceptivos, lógicos y consecuentes valores.

Por tanto, lejos de pretender erigirnos en un instrumento neutro, libre de concepciones, tenemos la honestidad de declararlas, ser conscientes de ellas y de debatirlas, defendiéndolas hasta donde la reflexión crítica lo permita o abandonándolas allí donde la reflexión revele sus inconsistencias (sabedores que la propia reflexión, incluyendo la reflexión científica, viene dominada a priori por un sentimiento de verdad que condiciona al propio proceso de reflexión. De ahí la conveniencia de la duda como principio epistemológico esencial).

Nada más falaz, y peor trampa, que la de creerse neutral, apolítico, científico, objetivo, por encima del bien y del mal, racional, instrumental, transversal, sin ideología, porque, lo que verdaderamente está haciendo aquel que así asume su percepción y pensamiento, es filtrar toda su posición ideológica, subjetiva e interesada, como un postulado objetivo y pleno de verdad, con lo cual se legitima de una manera perversa, sintiéndose un poseedor de la verdad, cuyas consecuencias sabemos, por desgracia, hasta dónde pueden llegar. No solo existe fanatismo entre los creyentes de las diferentes religiones, que poseedores de la revelación divina, no gozan de la prudente duda y de la necesaria tolerancia final. También hay quienes de la verdad divina, pasan con la misma actitud a otorgar la posibilidad de la verdad absoluta a la razón científica, o mejor dicho, a lo que ellos entienden como la razón objetiva, sin la más mínima crítica epistemológica, asumiendo sus creencias como formulaciones científicas, que ya, en la historia, han mostrado sus nefastas consecuencias, como los estudios antropométricos que “relacionaban y demostraban” que ciertos rasgos y características raciales estaban estrechamente asociados a grados de evolución o de depravación”. Ello abrió la puerta y sentó la legitimación de políticas racistas y exterminios. Podríamos también citar las consecuencias de aplicar racionalmente planes económicos racionales, que al entrar en contradicción con la realidad de la masa social sobre las que se aplicaban, entendían que lo que había que corregir no era el diseño, si no aquello de la masa social que hacía inviable el plan racional, y que supuso en la URSS la muerte de millones de campesinos. Eso sí, el plan racional tampoco funcionó, vistos los resultados finales.

Del mismo modo, nada hay más falaz, desde esta perspectiva aparentemente racional, científica, por encima de creencias e ideologías, que aquella formulación que se le deriva, y que pretende hacernos creer, que estamos ante la superación del tradicional escenario ideológico que ha dominado la escena política del último tercio del siglo XIX y la totalidad del siglo XX, es decir, las tradicionales ideologías con que se ha definido la posición de izquierda y de derecha. Lo único cierto de todo ello, son las inadecuadas fórmulas coyunturales que ambas posiciones políticas han estado aplicando para resolver problemas que están excediendo los parámetros, las estructuras, las condiciones, en definitiva, el escenario actual, que lógicamente, como resultado de un constante proceso histórico, ha variado, surgiendo la urgente necesidad de nuevos planteamientos ante nuevos problemas, ante unos cambios que anuncian una nueva era histórica y nuevos paradigmas para explicarla y afrontarla. Desde este sentido, es posible que la concepción de Estado, el orden social que se ha concebido hasta el presente, es decir, la sociedad estructurada en clases sociales, sean categorías que, en un nuevo paradigma, sufran una transformación tan grande como supuso el paso del escenario feudal al Estado nacional y el paso de la sociedad estamentaria a la sociedad de clases. Pero, hecha esta salvedad y todas las que de ella han de derivarse, una actitud de acción o reacción política, que define un modelo de innovación o conservación; una concepción gregaria, solidaria, empática como parte esencial de la concepción y acción política, frente a una concepción selectiva, orientada por los principios de selección natural, o de simple selección de los miembros sociales mejor capacitados; una concepción que parte de entender al individuo como sujeto de derecho, frente a quienes anteponen la razón colectiva por encima del derecho individual; por citar algunas de las ideas esenciales que han separado de un modo claro las dos posiciones políticas referidas, son cuestiones que aún definen y orientan los objetivos y programas políticos. Y lo hacen, no porque aún haya una sociedad y unas organizaciones políticas desfasadas. Lo hacen porque son consecuencia de dos maneras de entender la eterna relación y tensión entre individuo-sociedad, y dos objetivos que, necesariamente, han de ser complementarios, pero que se han radicado cada uno de ellos en dos posiciones políticas, a saber: pragmatismo conservador (asociado a la derecha), utopía innovadora (asociado a la izquierda).

En ambos casos (pragmatismo conservador, asociado a la derecha; utopía innovadora, asociado a la izquierda) se ha hecho con una inexactitud interesada de las partes. Por ejemplo, la izquierda ha patrimonializado como exclusivo de su campo ideológico la solidaridad social, la justicia social y la lucha contra la explotación y por las reivindicaciones sociales. Y ha asociado el tema de la justicia social y todas las cuestiones consecuentes, como derivaciones propias, exclusivas e inherentes de su modelo de pensamiento político. Patrimonializada la justicia social como propia de su discurso político, y planteando en ese mismo discurso, que solo el modo de entender la izquierda la propiedad y el orden social consecuente (colectivización o estatalización de la misma) hará posible alcanzar la justicia, niega a cualquier otra opción ideológica la posibilidad de atribuirse como propio los objetivos de justicia social y menos de lograrlos con otro régimen de propiedad.

Cualesquiera que sean los procesos sociales y los problemas subsistenciales, el nuevo orden consecuente, las nuevas estructuras, las formulaciones ideológicas dentro de un nuevo paradigma, se enfrentarán a estas mismas consideraciones básicas. Otras formas de resolverlas, otras formas de categorizarlas, otras de abordarlas, pero las dos posiciones subsistirán. Lo que no significa que subsista el marxismo, el partido comunista, el anarquismo trotskista, el liberalismo manchesteriano, o lo que es lo mismo, la forma anecdótica y coyuntural con que se ha expresado una posición u otra (y en una considerable frecuencia, con grandes contradicciones que, a veces, ha hecho pensar en el desvío ideológico o en la desaparición de la ideología).

Las ideologías no han muerto, ni se han superado. Eso es lo mismo que decir que los sentimientos han de ser superados… ¿Qué sentido tiene un mundo “supuestamente racional” sin ese motivo emocional que da sentido a toda acción? Lo que sí ha de superarse es la irreflexión y el fanatismo, la adscripción a un cuerpo ideológico a modo de fe y de dogma. La actitud acrítica, la falta de autocrítica, la tendencia a sentirnos poseedores absolutos de verdades absolutas. Debemos superar los errores posicionales, entre ellos el primero de todos, que es olvidar el diálogo entre el modelo de realidad y la realidad, que nos permitiría mayor flexibilidad y comprensión, mayor coherencia entre ideología y realidad.

3 comentarios:

  1. Buen articulo, como siempre mi querido amigo D. Miguel H.H., pero permitame por favor, pensar en voz alta…
    Yo estoy seguro que cuando Cervantes escribió su D Quijote, no pensaba precisamente en franceses o alemanes, sino en españoles de pura cepa, tengan la ideología que tengan, al fin a ala postre, aspiran a encontrar el dorado y ser ricos, el camino mas rápido hoy en dia, que te toque el euro millón o te toque un ERE socialista, o ser amigo de Fajin, que por cojones te nombra lo que sea para que ganes miles de miles de euros sin dar palo al agua...
    No existen mas que ideas políticas, que nadie lleva a la practica a la hora de la verdad, al final, después de hablar tanto y prometer cosas, volvemos a nuestro ADN de querer ser super millonarios como sea… con poder o sin ello…

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  2. Genial como siempre, generando interrogantes, planteando verdades!!!

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  3. Excelente.
    Te sigo leyendo para mantener la perspectiva.
    Un abrazo.

    José Luis Zamarriego

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