sábado, 19 de marzo de 2011

¡¡CIUDADANOS, ES LA HORA!!




Necesitamos un movimiento ciudadano que apueste por una revisión y reforma urgente de la Constitución y con una visión internacionalista e integradora que destierre los nacionalismos.

La concepción nacionalista, como fundamento del Estado, es una de las fuentes de legitimación, que debe ser definitivamente desechada en un proceso histórico que quiere alcanzar la superación de fundamentos étnicos, y concibe al Estado como el resultado de un pacto social entre ciudadanos libres, sobre la base del conjunto de derechos universales e inalienables del ser humano, con total independencia e indiferencia de consideraciones como la raza, la lengua, la cultura local (o asociada a un rasgo racial, la etnicidad), o incluso razones históricas que hayan estructurado sentidos identitarios, o Estados sobre la base de procesos históricos.

Los procesos históricos, como tales, pueden ser alterados en la misma medida que, todos ellos, no son más que el resultado de acciones sociales, políticas y económicas, con trasfondos culturales, que han sido, que pueden y deben ser transformados por la propia voluntad del conjunto de los ciudadanos.

Cuando una razón histórica obstaculiza un proceso social, cultural, económico, político, que entiende legítimo el conjunto de la ciudadanía, no es el proyecto el que ha de ser deslegitimado, sino, por el contrario, es la razón histórica la que ha de perderse como fuente de fundamento y legitimidad. Pues que no hay otro fundamento ni fuente de legitimidad que el conjunto de derechos inalienables del ser humano, y sobre esta base, la voluntad de los mismos.

Es hora de entender que no existen referentes absolutos, externos para orientar las decisiones, acciones, proyectos de la humanidad, más que aquellos que se han objetivado como los derechos inherentes e inalienables que se derivan de una condición humana que, por otra parte, se entiende a sí misma desde su propia percepción egocéntrica (y por tanto, fuertemente condicionada por su subjetividad).
Desde este espacio de duda y contingencia, lo único coherente que puede surgir (y a lo que, por tanto, puede sujetarse toda actitud y consecuente comportamiento, acción, pensamiento y decisión), es la duda epistemológica, de la que debe derivar una ética de la prudencia, la tolerancia, en definitiva los sustentos sobre los cuales se basan y tienen razón de ser los valores democráticos.
Porque si bien es cierto que no existen referentes absolutos externos a la conciencia, sí existe el valor de la coherencia a partir de la duda. Y si no se entra en contradicción desde este punto de arranque o partida que es la duda, el camino conducente hacia los valores de tolerancia, prudencia, respeto, en definitiva, democráticos, son insoslayables.
Del mismo modo, si bien el mundo puede ser una percepción subjetiva y relativa a la percepción egocéntrica de la conciencia, no deja de ser menos cierto que las significaciones y percepciones del ser sobre sí, pueden considerarse paradójicamente objetivas, dado que parten de sí mismas, sobre sí mismas y hacia sí mismas y para sí mismas. En este sentido ¿quién mejor que el ser humano para definir sus derechos a partir de su propia percepción sobre sí mismo, sobre lo que siente a priori que le es pertinente, como la vida, o lo que le es propio como derivado de los atributos dados a la propia conciencia, como es la libertad?

Toda condicionalidad histórica, social, económica y cultural, no tiene otro fundamento y origen que la propia acción del ser humano. Y en consecuencia, ha de ser la propia acción humana la llamada a fundamentar y originar otras condiciones históricas, sociales, económicas y culturales.
Por tanto, el ser humano está facultado para proponerse a sí mismo su modelo cultural, su modelo de vida, su proyecto y sus objetivos. En este contexto y no en otro, ha de encontrarse la fuente de legitimidad y sentido de la estructuración del Estado, que no ha de ser más que el instrumento jurídico para garantizar el espacio de convivencia del conjunto de ciudadanos, que pactan libremente su integración a ese marco jurídico, y a los modelos sociales, culturales, políticos y sociales que se han propuesto. No habiendo ningún otro tipo de fundamento que un proyecto social sobre la base del derecho inalienable y consustancial (valga la redundancia) de los seres humanos como tales y como ciudadanos (sin, por tanto, necesidad de recurrir a conceptos tan discutibles y de consecuencias tan probadamente perversas, como la raza, la cultura –en este caso no la cultura como fenómeno en sí, sino la expresión cultural adscrita a un pueblo, es decir, lo étnico, lenguas propias, folclore, tradiciones, trayectoria histórica).

De ahí que, la concepción del Estado español y de Nación española, requiera de re significaciones que nos alejan totalmente de fundamentos propios del romanticismo y sus consecuentes movimientos nacionalistas, reivindicadores de Estados y naciones sobre la base de fundamentos étnicos.
Evidentemente, al no reconocer como fuentes de legitimidad semejantes fundamentos, es obvio que desestimaremos de plano las reivindicaciones que, bajo tales fundamentos, hacen los que se proclaman y se definen como nacionalistas en el ámbito de lo que hoy constitucionalmente se define como Estado español. Y por tanto, no solo nos estamos refiriendo a desestimar las reivindicaciones de carácter nacionalista de grupos tales como los nacionalistas gallegos, vascos, catalanes, valencianos, canarios, castellanos, leoneses, asturianos, incluso andaluces y extremeños –que los hay por increíble que parezca- sino que también desestimaremos de plano los fundamentos y reivindicaciones de ese mismo carácter, que reclaman y defienden los llamados nacionalistas españoles o españolistas.
Es evidente, puesto que, si resultamos coherentes, rechazaremos ese tipo de fundamentos, común a todos ellos.

El principio general que debiera inspirar, no es otro que la misma utopía de pretender un Estado global, que acoja a todos los seres humanos de este planeta, como ciudadanos/nas libres, que se vinculan en un proyecto de convivencia, basado en el reconocimiento de los derechos universales del ser humano, constituyendo un pacto de voluntades orientadas a construir, sostener y perfeccionar un marco jurídico y administrativo y una estructura social, económica, política y cultural, donde sea posible el desarrollo de cada ciudadano/na según su propio proyecto de vida.

Caben, pues, en este Estado, todo el género humano, sin distinción de lugar de nacimiento, raza, sexo, lengua, género, roles, cultura local, religión, y demás características en las que se reconoce cada identidad personal.

Es pues, uno de los primordiales objetivos, la integración de todos los Estados que hoy conforman el mapa político del planeta en un solo Estado, democrático, respetuoso de las libertades individuales y ciudadanas.

Por ello mismo, y sin perder la realidad del mapa político y los paradigmas políticos y culturales que aún dominan el escenario de la actualidad, no solo es defendible la integridad del Estado actual, definido en la Constitución, por entender que es un logro de integración frente a todas las veleidades de nacionalismos locales, sino que se debiera propugnar toda política que suponga la integración efectiva de este Estado en una unidad estatal más amplia. Por lo que es evidente que se debiera favorecer de manera firme y sin fisuras todo proyecto de unidad europea en la que habrá de integrarse el Estado español.

Evidentemente, si se define el Estado como la entidad jurídica a través de la cual un conjunto de ciudadanos libres, y en el libre ejercicio de sus derechos, pactan el modelo de organización para su convivencia, desarrollo y subsistencia, delimitan su espacio de jurisdicción, y establecen el marco jurídico que garantiza los derechos de estos ciudadanos, y la normativa con que han de regular la vida pública o social, sin otro fundamento de base que el pacto libre, consensuado, sujeto a los derechos universales del ser humano, entonces, la aspiración integradora y universalista de construir un Estado global y los diferentes pasos de este proceso, como la integración del Estado español en un proyecto de Estado europeo, vendrá, efectivamente, condicionado a que esas entidades estatales se fundamenten en los mismos criterios y sobre la base de valores democráticos.

Cualquier sociedad democrática lo es porque son sus ciudadanos libres. Y esa condición de libertad en los ciudadanos, es lo que legitima al cuerpo social resultante de ese pacto entre los ciudadanos. La sociedad política, la sociedad como fenómeno identificable jurídicamente, el Estado resultante, no puede tener otro fundamento de existencia que el pacto libre entre los ciudadanos que van a conformarla. Pacto que ha de ser coherente con los principios que la han de fundamentar, es decir, coherentes con los principios de libertad, o lo que es lo mismo, coherente con el reconocimiento de los derechos inalienables de los seres humanos (de los que la libertad forma parte esencial).

Por tanto, la legitimidad de un Estado, no ha de provenir de consideraciones que se sitúan anteriores a esa voluntad moral de los ciudadanos que se estructura bajo los únicos principios imprescindibles, como son los del derecho de las personas. Esto es, que consideraciones tales como la raza, la cultura ligada a la raza (consideraciones étnicas, entre las cuales la lengua), ancestralidad mitológica, tradición histórica, y otras consideraciones de orden romántico y valores identitarios pre-jurídicos (es decir, aquellas consideraciones identitarias no basadas en una identidad resultante de compartir -y a través de ello vincularse- la concepción del derecho universal de las personas como sujetos fuentes del derecho), todo eso, repito, no constituye fundamento legítimo para la definición y condición de esta categoría que entendemos como Estado.

Así pues, en la concepción de Estado que propongo, caben todas las culturas (sus lenguas, tradiciones, folclores, hábitos y costumbres, y demás mundo simbólico, modelos perceptivos de la realidad y sus valores consecuentes), y todas las razas, porque todo ello forma parte de la identidad de cada individuo. Por tanto, todo ello, en cuanto que parte constitutiva de su derecho, ha de tener cabida para ser, expresarse y desarrollarse, siempre y cuando todas estas cuestiones culturales no entren en flagrante contradicción y negación con los derechos universales propios del individuo, (es decir, no constituyan lesión a la libertad, la vida y demás derechos del resto de los ciudadanos).
Pero, ha de quedar suficientemente claro, que todo ello ha de tener cabida, en la medida que se reconoce como atributo del individuo. Ninguno de los valores identitarios supra-individuales, grupos conformados en torno a los mismos, ha de tener establecido ningún derecho más allá del que le es reconocido al individuo que, como tal, los expresa. Es decir, se admiten como parte de la libre expresión del individuo o ciudadano. Como parte de su derecho a la libertad. No hay otra fuente de legitimación.

En consecuencia a todo esto, ha de negarse toda legitimidad al fenómeno secesionista por razones étnico-culturales, y por tanto, ha de negarse toda legitimidad a los movimientos nacionalistas y separatistas, por considerar sus fundamentos improcedentes y no sujetos a los fundamentos que han de legitimar el Estado.
En la medida, por otra parte, que el actual Estado español, reconoce y garantiza todos y cada uno de los derechos individuales, a todos los ciudadanos que residen dentro del espacio territorial de su jurisdicción, no existe fundamento legítimo para que, ningún grupo de ciudadanos, pueda fundamentar una posición secesionista en razón de encontrarse perjudicado en la expresión de sus valores identitarios.

Del mismo modo, ha de entenderse que, si el actual Estado y su cuerpo jurídico -la misma Constitución para empezar- requiriesen de reformas (que las requieren sin duda), para ahondar y perfeccionar el sistema democrático, y en consecuencia, ahondar y perfeccionar las garantías sobre los derechos de cada individuo, constituye un derecho, y consecuentemente un deber de los ciudadanos, organizarse para lograr aquello que sea necesario para tales objetivos.
Por ello, tampoco el secesionismo, como respuesta a las imperfecciones del sistema democrático de un Estado, constituye una opción legítima y por tanto aceptable, pues supone, en realidad, una dejación de los deberes y responsabilidades cívicas, al hacer dejación clara del deber de defender y asegurar los derechos de los ciudadanos y las garantías que los aseguran, sin distinción de raza, credo, sexo, edad, etc... Tal y no otra cosa supone el secesionismo ante el resto de los ciudadanos que, no formando parte de los valores étnicos del grupo secesionista, quedarían abandonados a su suerte dentro de un Estado democráticamente deficiente.

Por todo lo expuesto, y ante la actual situación a que han llevado los movimientos nacionalistas en España, debiera surgir una corriente ciudadana, que se proponga no defender ninguna reivindicación nacionalista que suponga lesión alguna a la integridad del actual Estado definido en la Constitución. Es más, que propugnara una reforma constitucional y del marco legal que define a las actuales Comunidades Autonomías, para re significarlas como unidades administrativas, bajo un criterio de descentralización de los servicios públicos, para facilitar, agilizar y acercar las funciones y servicios del Estado a los ciudadanos. Evidentemente su fuente de legitimidad y fundamento no estará en ningún reconocimiento de identidades grupales sobre la base de la tradición histórica o la identidad cultural, o la realidad étnica. La fuente de legitimidad y fundamento ha de estar sobre la base de su capacidad operativa y eficiencia para acercar la función y el servicio público a los ciudadanos. Para el Estado que debiéramos propugnar no hay pueblos, ni razas, ni culturas. Solo hay ciudadanos y sus derechos (entre ellos está su identidad cultural y el respeto a la misma). Y estos son iguales para todo el territorio de su jurisdicción.

Es urgentemente necesario movimientos ciudadanos que reaccionen desde fundamentos distintos al nacionalismo español, neutralizando propuestas que propicien o apoyen posibilidades legales para posturas independentistas o propuestas federalistas o de tipo confederal dentro de la estructura de nuestro actual Estado. Movimientos ciudadanos que hagan una propuesta valiente por un Estado unitario descentralizado, entendiendo a las comunidades autónomas como unidades de descentralización de la administración y las funciones del Estado, como modo eficiente de acercar los servicios estatales a la ciudadanía, sin ninguna otra fuente de legitimación que una racionalización de la función estatal. No ha de hallarse, por tanto, su existencia, razón de ser e identidad, en razones de tipo étnico-cultural, ni en fundamentos de tradición histórica, ni mucho menos en el reconocimiento de pueblos o naciones, que den lugar a diferentes legislaciones, códigos jurídicos, o cualquier otro tipo de normativas y regulaciones con fuerza de ley, que desigualen las condiciones jurídicas y normativas de los ciudadanos según en qué jurisdicción territorial residan.
La proclama ciudadana debiera ser clara en este sentido: Una sola Constitución, una sola legislación, unos códigos penales, civiles, comerciales para todos los ciudadanos dentro del Estado. Un solo tipo de normativa municipal, válida para todo el territorio que abarca el Estado. Un solo régimen fiscal, un solo régimen de seguridad social y prestaciones sociales y sanitarias, un solo sistema educativo, con un mismo programa educacional para todo el territorio que abarca el Estado.
La ciudadanía debería proponerse un movimiento que clamase claramente por una reforma constitucional, en todos los artículos que fundamentan la existencia e identidad de las comunidades autónomas, en cuestiones tales como los rasgos identitarios de carácter étnico-cultural, tradiciones históricas, o la existencia de pueblos. A cambio, deberíamos proponer una redefinición constitucional de las Autonomías, como divisiones técnicas de descentralización de las funciones y servicios estatales, para su mayor eficacia al servicio de los ciudadanos.
Y sin perjuicio de posibles modificaciones del mapa autonómico (en función de la re significación que se propone), y solo por el valor de aprovechamiento de las estructuras desarrolladas por el actual sistema (para evitar mayores gastos e inversiones, sin duda gravosas para la ciudadanía), en principio se podría aceptar realizar las reformas pertinentes sobre el actual mapa autonómico. Pero debe quedar meridianamente claro que no mueve a ello, más que el aprovechamiento de las estructuras dadas. Es decir, una cuestión de orden económica. Ninguna reminiscencia de legitimar rasgos etnológicos, identidades históricas o pueblos.

TODO NACIONALISMO ESTÁ FUERA DE LA ÉTICA. TODO NACIONALISMO, EN CONSECUENCIA, ES INMORAL. TODO NACIONALISMO, POR CONSIGUIENTE, ES ILEGÍTIMO Y POR TANTO DEBE SER DECLARADO ILEGAL. LOS NACIONALISMOS SOLO HAN TRAÍDO GUERRAS Y GENOCIDIOS. EL NACIONALISMO ES LA FUENTE DE TODA XENOFOBIA. DISCRIMINACIÓN RACIAL. EL NACIONALISMO ES UNA IDEOLOGÍA PERVERSA Y PERVERTIDA…

martes, 1 de marzo de 2011

La transversalidad y el papel de las ideologías en la definición e identidad de un proyecto político.


Ha habido algunos intentos de crear partidos políticos “transversales”, en torno a ciertos temas y objetivos centrales y básicos, en los que un amplio espectro de la ciudadanía, aun procediendo de distintos entornos ideológicos, podría ser coincidente y trabajar juntos. La idea en principio no es mala, pero es absolutamente contraria a lo esencial que define a un partido político, que se estructura en torno a una ideología, que resulta de una cosmovisión de mundo, de un modo de entender la realidad total, no solo en lo concerniente a modelos económicos y sociales, sino que, y sobre todo, respondiendo a modelos morales distintos, perspectivas filosóficas y enfoques de la relación individuo-sociedad diferentes.
Por ello, cualquier idea de transversalidad dentro de un partido, no puede ser si no una contradicción cuyas consecuencias finales pasarán ineludiblemente por una pugna interna a consecuencia de los diferentes grupos ideológicos que, naturalmente, pugnarán por hacerse con el control y la hegemonía en y del aparato. Donde la frustración y sentimiento de traición a diversos postulados de cada grupo, crearán crisis cíclicas y expulsiones o abandonos. Y lo que es más, aún en el teórico caso de un hipotético funcionamiento, las distintas corrientes ideológicas terminarían por obstaculizar y ralentizar el trabajo común con sus rencillas internas.

En este sentido, y vistas experiencias concretas de fracaso o escasos resultados (algunos partidos de reciente factura y centrismos orientados por la transversalidad), cualquier proyecto político en forma de partido, si ha de preciarse como propuesta sólida, con una posición seria, responsable y que permita un paso más hacia su factibilidad, inevitablemente ha de definir unas políticas claras en todas las esferas que competen a la cosa pública y dejar bien definido el margen ideológico en el que podrá trabajarse en esa organización. Y ello, sobre todo, por respeto al ciudadano, al afiliado y para que nadie se llame a engaño y sepa desde un principio por qué lucha, por qué vota y qué puede demandar al partido desde un principio.

En estos momentos de manifiesta corrupción y perversión del sistema político, que tras sus treinta años de rodaje ha manifestado sus inequívocos límites, contradicciones y defectos, un proyecto político, al margen de cualquier ideología (dentro de los márgenes de la democracia evidentemente), no puede sustraerse a enfrentarse con la urgente necesidad de presentar una alternativa efectiva para iniciar un proceso de regeneración democrática en este país. Pero, puestos en esta línea, hay que darse cuenta que no solo se trata de crear los mecanismos para corregir las distorsiones que han permitido los casos de corrupción y un sistema de representación deficiente. Es necesario un nuevo modelo de Estado, de concepción del Estado y de su papel en un nuevo orden mundial, que se anuncia imparable, donde las fronteras nacionales empiezan a no tener sentido. Este es uno de los retos que deberá asumir un nuevo partido, que no quiera ser una versión manida de lo que ya está ofertado, desde la derecha hasta la izquierda, pasando por el centro y las radicalidades, en el mercado de lo político.

Por otro lado, como partido, deberá dar respuesta a toda una gama de problemas de toda índole que atañen al ámbito político. Un partido no puede entenderse como una organización basada en cuatro puntos de reforma del Estado, porque la sociedad demanda respuesta y soluciones a cuestiones tan urgentes como la actual y coyuntural crisis económica, que supone tener un claro programa económico y unos fundamentos que lo justifiquen. Del mismo modo, la sociedad demanda políticas sociales, de empleo, sanitarias, educacionales, de defensa, etc., y demanda prestaciones de servicios diversos, todo lo cual supone unos programas pertinentes, tras de los cuales hay una idea de realidad, de sociedad, un proyecto colectivo que conduce, no solo a resolver problemas presentes, si no a construir futuro y construirlo desde unas bases democráticas. Y todo ello está impregnado de ideología. Por lo que es imposible plantearse un partido sin sólidos fundamentos ideológicos, porque es lo mismo que decir, sin una visión, ni proyecto, ni valores que lo orienten.

Es prioritario iniciar un proceso de regeneración de las instituciones políticas y del Estado. Es cierto que existe un amplio espectro de ciudadanos de diferentes concepciones ideológicas, que reconocen este problema y que desearían trabajar en conjunto para encauzar este proceso. Es cierto que estos ciudadanos necesitan un espacio de vertebración y organización para encauzar la o las acciones políticas, cívicas pertinentes para llevar a cabo esta labor. Por ello, si bien un partido político es una identidad ideológica, que por tal, no puede acoger en su seno a diferentes concepciones ideológicas, sí puede sumarse a un movimiento ciudadano por la regeneración, si este objetivo político forma parte de su ideario y programa. Sí puede coaligarse con otras formaciones políticas para la prosecución de estos objetivos (si esas formaciones políticas son igualmente coincidentes con estos objetivos). Se puede alentar, apoyar, trabajar de modo coordinado y en conjunto por determinadas metas. En esta tesitura, y bajo esta óptica, cualquier partido que se plantee trabajar por un proceso de regeneración democrática deberá estar siempre dispuesto a todo tipo de alianzas y esfuerzos. Pero ha de quedar claro que, con ser un objetivo primordial el proceso de regeneración democrática, un partido es un proyecto político que abarca mucho más y que deberá mirar al futuro.

Tampoco significa esto, aferrarse a líneas ideológicas tradicionales, históricas, con actitud ortodoxa, como si la vida, la historia, debiera sujetarse a una idea. Porque las ideas no son estáticas y sufren procesos en la interacción con la realidad. El diálogo constante entre concepción de mundo y mundo, es un proceso dialéctico que transforma mundo e idea de mundo.
Pero ello no significa aceptar una inconsistencia cosmovisional, sino aceptar la idea de proceso, de constante desestructuración y recreación a partir de determinadas posiciones, que constantemente la historia pone a prueba, a revisión, a proceso de cambio. Las categorías concretas de análisis y definición de la realidad, su relación entre sí, incluso los modelos morales que derivan, pueden ser permanentemente desestructuradas, revisadas, modificadas. Sí, pero lo que no sufre ese proceso que las hace contingentes, (o no lo sufre en la medida y aceleración que estas categorías), es la orientación ética y el conjunto de valores que de ella derivan, y que constituyen esos principios rectores que el ser humano pretende definir como los universales de justicia (de ahí que no contingentes y sí constantes) y que, ya sea la realidad social, estructurada en un orden de castas, estamentos o clases (escenarios histórico-sociales diferentes y que corresponden a concepciones distintas de la realidad, en lo tocante a orden social), orientarán la acción política hacia la igualdad, el derecho del individuo por encima del grupo, la libertad, siempre con un sentido empático, propio e inherente a la plenitud de la conciencia.

No podemos prescindir de consideraciones filosóficas, porque ninguna acción humana puede pretenderse objetiva, instrumental, carente de un sentido, pues que tras ellas siempre hay una cosmovisión, un modo de entender y sentir la realidad. Negar esto, es correr el peligro de erigir nuestra acción como acción neutra, científica, racional, objetiva, pretendiendo dotarla de legitimidad dentro de esos parámetros. Y nada más alejado de la realidad que tal cosa. Por ello, concebir un pretendido partido instrumental, carente de ideología, al margen de todo sentido, moral o fundamentos éticos, es una falacia. Y lo que es peor, una falacia peligrosa, a través de la cual pude llegarse a justificar las aberraciones más execrables (como el holocausto, la eliminación del enemigo objetivo, etc.), bajo la apariencia de un análisis objetivo de la realidad. Creerse desposeído de toda ideología, es erigirse en un Dios, o bien en un instrumento sin sentido ni norte (porque la diferencia entre un instrumento como el cuchillo o el bisturí, no está en el instrumento en sí, si no en la mano del que lo utiliza y los sentimientos y fines consecuentes con que lo utiliza).

Otra cosa es aferrarse a concepciones ideológicas de un modo acrítico y anacrónico y asumir una certeza, sin la debida fisura de la prudente duda, o sin la actitud de la debida empatía, que nos permite y facilita entender el contexto que ha modelado y condicionado la identidad ideológica, tanto propia como la del otro, pudiendo establecerse las condiciones en las que solo es posible la tolerancia, el respeto y la convivencia.

Podemos esperar un Estado como el espacio que garantice la individualidad, la diversidad, la libertad para ello. Pero, esta expectativa y objetivo, es igualmente consecuencia lógica de una perspectiva ideológica, derivada de una cosmovisión asentada en una teorización filosófica y una consecuente formulación ética. Y no encuentra otro fundamento, sentido y legitimidad que dentro de dichos parámetros.

Por ello, cuando proclamamos un Estado laicista, un Estado fundamentado en el pacto racional entre ciudadanos (por encima de razones étnicas, religiosas, culturales, o de cualquier otra consideración identitaria de carácter etno-cultural), sin otra consideración que la declaración universal de los derechos del ser humano, y declaramos un Estado democrático, donde el individuo y solo él es el sujeto de derecho, no estamos siendo objetivos o más racionales que cualquier otra concepción para el Estado. Estamos expresando nuestro sentimiento de realidad, nuestra idea de la realidad, nuestro deseo de realidad, nuestro constructo, desde unos parámetros perceptivos, lógicos y consecuentes valores.

Por tanto, lejos de pretender erigirnos en un instrumento neutro, libre de concepciones, tenemos la honestidad de declararlas, ser conscientes de ellas y de debatirlas, defendiéndolas hasta donde la reflexión crítica lo permita o abandonándolas allí donde la reflexión revele sus inconsistencias (sabedores que la propia reflexión, incluyendo la reflexión científica, viene dominada a priori por un sentimiento de verdad que condiciona al propio proceso de reflexión. De ahí la conveniencia de la duda como principio epistemológico esencial).

Nada más falaz, y peor trampa, que la de creerse neutral, apolítico, científico, objetivo, por encima del bien y del mal, racional, instrumental, transversal, sin ideología, porque, lo que verdaderamente está haciendo aquel que así asume su percepción y pensamiento, es filtrar toda su posición ideológica, subjetiva e interesada, como un postulado objetivo y pleno de verdad, con lo cual se legitima de una manera perversa, sintiéndose un poseedor de la verdad, cuyas consecuencias sabemos, por desgracia, hasta dónde pueden llegar. No solo existe fanatismo entre los creyentes de las diferentes religiones, que poseedores de la revelación divina, no gozan de la prudente duda y de la necesaria tolerancia final. También hay quienes de la verdad divina, pasan con la misma actitud a otorgar la posibilidad de la verdad absoluta a la razón científica, o mejor dicho, a lo que ellos entienden como la razón objetiva, sin la más mínima crítica epistemológica, asumiendo sus creencias como formulaciones científicas, que ya, en la historia, han mostrado sus nefastas consecuencias, como los estudios antropométricos que “relacionaban y demostraban” que ciertos rasgos y características raciales estaban estrechamente asociados a grados de evolución o de depravación”. Ello abrió la puerta y sentó la legitimación de políticas racistas y exterminios. Podríamos también citar las consecuencias de aplicar racionalmente planes económicos racionales, que al entrar en contradicción con la realidad de la masa social sobre las que se aplicaban, entendían que lo que había que corregir no era el diseño, si no aquello de la masa social que hacía inviable el plan racional, y que supuso en la URSS la muerte de millones de campesinos. Eso sí, el plan racional tampoco funcionó, vistos los resultados finales.

Del mismo modo, nada hay más falaz, desde esta perspectiva aparentemente racional, científica, por encima de creencias e ideologías, que aquella formulación que se le deriva, y que pretende hacernos creer, que estamos ante la superación del tradicional escenario ideológico que ha dominado la escena política del último tercio del siglo XIX y la totalidad del siglo XX, es decir, las tradicionales ideologías con que se ha definido la posición de izquierda y de derecha. Lo único cierto de todo ello, son las inadecuadas fórmulas coyunturales que ambas posiciones políticas han estado aplicando para resolver problemas que están excediendo los parámetros, las estructuras, las condiciones, en definitiva, el escenario actual, que lógicamente, como resultado de un constante proceso histórico, ha variado, surgiendo la urgente necesidad de nuevos planteamientos ante nuevos problemas, ante unos cambios que anuncian una nueva era histórica y nuevos paradigmas para explicarla y afrontarla. Desde este sentido, es posible que la concepción de Estado, el orden social que se ha concebido hasta el presente, es decir, la sociedad estructurada en clases sociales, sean categorías que, en un nuevo paradigma, sufran una transformación tan grande como supuso el paso del escenario feudal al Estado nacional y el paso de la sociedad estamentaria a la sociedad de clases. Pero, hecha esta salvedad y todas las que de ella han de derivarse, una actitud de acción o reacción política, que define un modelo de innovación o conservación; una concepción gregaria, solidaria, empática como parte esencial de la concepción y acción política, frente a una concepción selectiva, orientada por los principios de selección natural, o de simple selección de los miembros sociales mejor capacitados; una concepción que parte de entender al individuo como sujeto de derecho, frente a quienes anteponen la razón colectiva por encima del derecho individual; por citar algunas de las ideas esenciales que han separado de un modo claro las dos posiciones políticas referidas, son cuestiones que aún definen y orientan los objetivos y programas políticos. Y lo hacen, no porque aún haya una sociedad y unas organizaciones políticas desfasadas. Lo hacen porque son consecuencia de dos maneras de entender la eterna relación y tensión entre individuo-sociedad, y dos objetivos que, necesariamente, han de ser complementarios, pero que se han radicado cada uno de ellos en dos posiciones políticas, a saber: pragmatismo conservador (asociado a la derecha), utopía innovadora (asociado a la izquierda).

En ambos casos (pragmatismo conservador, asociado a la derecha; utopía innovadora, asociado a la izquierda) se ha hecho con una inexactitud interesada de las partes. Por ejemplo, la izquierda ha patrimonializado como exclusivo de su campo ideológico la solidaridad social, la justicia social y la lucha contra la explotación y por las reivindicaciones sociales. Y ha asociado el tema de la justicia social y todas las cuestiones consecuentes, como derivaciones propias, exclusivas e inherentes de su modelo de pensamiento político. Patrimonializada la justicia social como propia de su discurso político, y planteando en ese mismo discurso, que solo el modo de entender la izquierda la propiedad y el orden social consecuente (colectivización o estatalización de la misma) hará posible alcanzar la justicia, niega a cualquier otra opción ideológica la posibilidad de atribuirse como propio los objetivos de justicia social y menos de lograrlos con otro régimen de propiedad.

Cualesquiera que sean los procesos sociales y los problemas subsistenciales, el nuevo orden consecuente, las nuevas estructuras, las formulaciones ideológicas dentro de un nuevo paradigma, se enfrentarán a estas mismas consideraciones básicas. Otras formas de resolverlas, otras formas de categorizarlas, otras de abordarlas, pero las dos posiciones subsistirán. Lo que no significa que subsista el marxismo, el partido comunista, el anarquismo trotskista, el liberalismo manchesteriano, o lo que es lo mismo, la forma anecdótica y coyuntural con que se ha expresado una posición u otra (y en una considerable frecuencia, con grandes contradicciones que, a veces, ha hecho pensar en el desvío ideológico o en la desaparición de la ideología).

Las ideologías no han muerto, ni se han superado. Eso es lo mismo que decir que los sentimientos han de ser superados… ¿Qué sentido tiene un mundo “supuestamente racional” sin ese motivo emocional que da sentido a toda acción? Lo que sí ha de superarse es la irreflexión y el fanatismo, la adscripción a un cuerpo ideológico a modo de fe y de dogma. La actitud acrítica, la falta de autocrítica, la tendencia a sentirnos poseedores absolutos de verdades absolutas. Debemos superar los errores posicionales, entre ellos el primero de todos, que es olvidar el diálogo entre el modelo de realidad y la realidad, que nos permitiría mayor flexibilidad y comprensión, mayor coherencia entre ideología y realidad.