jueves, 13 de agosto de 2009

DE PAÑUELOS Y DE DEMOCRACIA (II)


Entremos de frente en esta polémica.... ¿Hemos de plantearnos una sociedad con rasgos multiculturales? ¿Es ello posible? ¿O bien ha de plantearse la integración plena del inmigrante a nuestra cultura, abandonando sus modelos antecedentes (cuando estos son contrarios a nuestros valores fundamentales)?

Cualesquiera que fuese la estrategia a seguir (multiculturalidad o integración plena del inmigrante al modelo cultural de la sociedad que lo acoge), ambos casos requerirían de esa formación democrática, ya que, en el caso de una sociedad multicultural, los diversos grupos socioculturales resultantes, que habrán de compartir un mismo espacio, no tendrán más remedio que tolerarse, respetarse y en definitiva aceptarse.

Pero ¿Es esto verdaderamente posible?
Debemos entender que, exigir a aquellos inmigrantes que no comparten un modelo cultural basado en valores democráticos como los que sustentamos, que asuman esos valores, (como condición para residir en el espacio asociado a nuestro entorno cultural), no deja de ser una incidencia en su modelo cultural.
Es importante subrayar esto, dado que, esta exigencia, nos está revelando algo muy significativo: que nosotros mismos asumimos unos valores como irrenunciables por parecernos, desde nuestra cosmovisión de mundo y desde la consecuente emocionalidad, que dimanan de una verdad, una razón y una lógica irrefutables. Y por eso, los defendemos con toda la fuerza moral y convicción con que se asume aquello que se siente y entiende por verdadero.
Pues bien. Eso es lo que debemos entender. Eso es exactamente lo que le sucede al miembro de otra cultura con respecto a los valores y la cosmovisión de su modelo cultural. Tendría la misma resistencia y con los mismos mecanismos que opondríamos nosotros si nos quisieran obligar, por ejemplo, a aceptar que la mujer ha de ser un sujeto supeditado al hombre porque éste es, en el orden divino, el llamado a gobernar y decidir.

No digo con esto que no debamos asumir nuestra posición (ya que, entre otras cosas, es ésta la que precisamente nos permite plantearnos el respeto a la identidad de los otros). Por el contrario. Si reconocemos el derecho a la identidad de las otras culturas, es justo, también, que sea reconocido el derecho a la identidad de nuestra propia cultura.

Y en esta tesitura es que debemos plantearnos el problema de la multiculturalidad. Desde una concepción multiculturalista no cabe más que hablar de coexistencia en el mismo espacio de las diversas culturas.
Y en tal caso, para respetar íntegramente esos otros modelos culturales, en primer lugar, habría que definir muy bien quienes pertenecen a cada comunidad (porque, por ejemplo, en orden a lo moral, cada grupo exige a sus miembros una serie de comportamientos y actitudes morales que, de no ser observadas, constituyen materia de castigo). Quienes pertenecen y quienes no. A quienes les es exigible las pautas de cada modelo. Quienes pueden ser castigados y sometidos a las penas que son tradición cultural en su comunidad (como por ejemplo, qué jóvenes pueden ser lapidadas en España por cometer adulterio. Qué jóvenes pueden ser condenados a ser sus manos cercenadas por el robo. Qué jóvenes obligadas a casarse por mandato paterno con quienes los padres decidan. Qué jóvenes pueden ser sometidas al rito de la ablación del clítoris). Porque cuando se habla de multiculturalidad y respeto a las demás culturas, estamos hablando de esto. No de otra cosa.

En segundo lugar y consecuente con todo lo que estamos exponiendo, habría que crear un sistema multijurídico, con sistemas legales distintos, propios a cada modelo cultural. En tercer lugar, habría que idear un sistema capaz de contemplar el que cada comunidad tenga su espacio de realización. Y en cuarto lugar, legitimar las instituciones que le son pertinentes para preservar su modelo.

Con independencia al hecho que esta situación propende a generar lo que entendemos como guetos (cosa nada recomendable), debemos preguntarnos: ¿Es posible que, desde nuestros valores, desde nuestro más hondo sentir moral, podamos inhibirnos prudentemente, y podamos tener la conciencia tranquila, cuando comportamientos como los matrimonios concertados, la ablación del clítoris, la servidumbre de la mujer, o la lapidación de ésta por adulterio, y tantos otros aspectos que vienen entrañados en ciertos modelos cultural, tengan lugar en el seno de nuestra propia sociedad?

Pero, al par que todo esto, habría que plantearse otra cosa que no carece de importancia. Si pretendemos una sociedad multicultural (y ello porque precisamente somos demócratas), es evidente que los miembros de todas estas culturas deberán participar en las decisiones políticas. Deberán tener derecho a voto. Representantes. Instalarse como ciudadanos en las instituciones políticas y del Estado. La pregunta inevitable es: ¿Podría nuestra identidad cultural, o nuestra forma de vida democrática, subsistir, si aceptamos que aquellos cuyos valores no son democráticos, tengan voz, voto y decisión, capacidad de incidir sobre el tipo de sociedad que constituimos?

Algunos con ingenuo e ignorante buenísimo (los hay en gran número, y ese es el problema), creen que solo incidiendo en la cuestión que afecta a los valores democráticos (y en general a todo lo relacionado con los derechos humanos), se zanja el problema de la convivencia intercultural.
Ni mucho menos. La concepción de mundo (consecuente con un modelo cultural, ya que de este se desprende), resulta como consecuencia lógica de las premisas asumidas. Las premisas guardan una relación sistémica. Así pues, que nadie se llame a engaño: La variación de una premisa fundamental supone la variación de todas las demás. Si realmente incidimos en otro modelo cultural, con la pretensión de modificar sus valores en lo tocante a la ética democrática, debemos saber que, si esto se logra, es porque hemos alterado, también, todas sus premisas, y con ello, hemos alterado por completo ese modelo cultural. Damos al traste realmente con la multiculturalidad (al menos que la entendamos como la pervivencia de algunos rasgos folclóricos –danzas, aspectos culinarios, y poco más-)

En nuestra sociedad, en nuestro modelo cultural, todo el derecho emana, surge y se legitima desde, para y por el individuo. El actor social referencial es el individuo. De ahí que, toda la ética de la que se desprenden las libertades vaya dirigida hacia las libertades individuales. La cohesión social, la sociedad, resulta, así, un pacto de convivencia entre individuos. Y nuestro sentido de justicia y de derecho lo proclama en ese principio que se formuló ya en nuestra Grecia clásica: "el derecho del individuo termina donde comienza el derecho de los demás individuos," y que tan magistralmente recogiera la base de nuestro Derecho, el Derecho romano. Este es el principio que prevalece en nuestro modelo cultural y que culminó, para asentarse definitivamente, en esa eclosión histórica que fue la revolución francesa.
En nuestra concepción, la sociedad sirve al individuo. La sociedad se justifica de un modo instrumental en cuanto que tiene sentido para la realización del individuo.
No ocurre así en otros modelos culturales donde la perspectiva es justamente la inversa. El individuo tiene sentido en cuanto que sirve a la comunidad. Y es ésta, la comunidad, el sujeto o actor social referente. Lo que ha de realizarse es la comunidad. El sujeto es el instrumento y no el fin. El individuo no tiene libertad para decidir transformaciones sociales, sino que, por el contrario, es la sociedad la depositaria del derecho de imponer al individuo las reglas del juego. La sociedad no es un núcleo de voluntades individuales, sino un núcleo humano sujeto a un orden cuyo fundamento es divino, o bien coherente con un supuesto orden natural[1]. De ahí que, sociedades fundamentadas en tal concepción, estén más sujetas a hábitos y costumbres, a tradiciones, encontrando más entorpecimiento los procesos de cambio. Así mismo, y en consecuencia, el concepto de democracia les resulta ajeno, cuando no inmoral, ya que éste, consubstancialmente expondría a lesión las verdades absolutas sobre las que se asienta el orden moral que asumen.

Esta sola diferencia de perspectiva fundamenta modelos morales, organizaciones sociales y percepciones del derecho distintas, y si se quiere, opuestas. La una (la que tiene al individuo como sujeto de derecho y referente ultimo de la acción social), conduce hacia una concepción democrática de la sociedad, donde el individuo es el sujeto irrenunciable de derecho, resultando la voluntad individual inviolable. Mientras, en la otra, conduce a una concepción en la que la sociedad es un cuerpo sujeto a unos fundamentos situados por encima de las voluntades individuales, fundamentos de condición divina, o naturales, y a los que debe someterse la voluntad del ser humano (de ahí el carácter autocrático y teocrático de los Estados que han concebido[2]), donde el individuo, su sentido, su valor, y sus derechos, quedan sujetos y condicionados a la función que se les asigna conforme el orden que se deriva y establece de aquellos fundamentos.

De aquí que los valores democráticos resulten palabras huecas para un inmigrante cuya estructura mental, parte de otra concepción respecto a la identidad y el papel del individuo.
Antes de hablarle de los derechos individuales, habría que comenzar por replantearle el concepto de individuo y de su sentido en relación al grupo. Habría que comenzar por el propio sentido de la individualidad. Construir un sentido del SER en sí mismo, como finalidad. Pero, es que para ello, antes tendríamos que desestructurar todo su orden mental. Un orden mental que se corresponde a un modelo de mundo y realidad que, a su vez, vienen asociados y correspondidos a sentimientos enraizados, valores estructurados, cuya acción es precisamente afirmarlos.

Sin tener en cuenta todos estos planteamientos, resultaría un total disparate plantearse el proyecto de una sociedad multicultural. Y hacerlo, en los términos de un respeto exquisito a la identidad de cada cultura, no puede conducir (y ejemplos hay muchos hoy y en la historia) a otra cosa que a la creación de guetos, de grupos encerrados en espacios tan próximos, tan inevitablemente entrecruzados, que son abono seguro, terreno fértil para roces, desencuentros, conflictos, tensiones. La experiencia enseña que la cohabitación en el espacio de grupos que sustentan modelos con axiologías y paradigmas distintos y hasta opuestos es abono de conflictos interculturales. En estos casos es imposible hablar de multiculturalidad, a menos que entendamos por esto lo que conocemos como expresiones folklóricas.

Todo lo demás es un planteamiento ocioso y hablar de multiculturalidad no sería más que un eufemismo. Si de uno u otro modo, los inmigrantes, o sus hijos, son formados dentro de un modelo cultural basado en valores democrático, evidentemente es posible erradicar en gran medida conductas antidemocráticas. Pero si ello es así (si esto realmente se logra) no quepa la menor duda que es porque habremos echado abajo su modelo cultural, subsistiendo de él meros elementos folclóricos.


[1] O incluso una categoría abstracta, de fundamento racional, como la idea de Estado, entidad objetivada en las leyes, en la que se sintetiza la conceptualizad más perfecta para que guíe y ordene las voluntades. Es el caso de las concepciones totalitarias (comunistas y fascistas, que en esto se hermanan), y que nos demuestran que nosotros, los occidentales, no estamos tan libres de ciertas vertientes culturales que nos pensamos superadas.
[2] O Estados autoritarios y dictaduras, como es el caso de comunistas y fascistas.

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