
El debate sobre el estado de la Nación debería centrase en dos cuestiones
fundamentales: Balance de las medidas efectivas que durante este año de
gobierno se han tomado y propuestas eficaces para construir una solución
estructural que permita inversión, tejido productivo real y consecuentemente
empleo.
Oposición y gobierno deberían aprovechar esta oportunidad para dejar al
margen sus cuitas partidistas, intereses de grupo de poder, al fin de cuentas
intereses de élites que representan, y con un gesto generoso, unos aceptar las
críticas constructivas para mejorar lo mejorable y otros no hacer “oposición”,
si no propuestas con altas miras y sentido de Estado.
Cuestiones como la corrupción, ilícitos como el espionaje, falta de
transparencia de las instituciones del Estado, deberán ser tratadas. Sí. Porque
evidentemente constituyen un agravio comparativo grave para la ciudadanía en
tiempos en que ésta, no solo se estrecha económicamente a causa de la
congelación de salarios, de por sí precarios, subida de impuestos y de precios,
deterioro de los servicios (sanidad y educación, por citar los más hirientes),
sino que sufre el paro en una escalada inimaginable y, en consecuencia, sufre
la más absoluta precariedad, e incluso situaciones desesperadas como las que
devienen de desahucios y carencia de lo más elemental, reduciendo la existencia
a una triste y simple mal subsistencia (con casos infinitos y dolorosos, como
niños enfrentados al desarraigo social, la infancia herida, carente de todo
aquello que no puede ni debe faltarle a un niño bajo ningún concepto, desde
unos zapatos, agua caliente, luz, calefacción, alimentación adecuada y por qué
no, un simple juguete). Casos pues, como decía, de corrupción, financiación ilícita,
enriquecimiento inmoral, especialmente
los que se generan metiendo mano en el erario público, no es que deban
se omitidos en este debate del estado de la Nación. Pero sería altamente
inmoral que los diferentes partidos se aprovechen del dolor inmenso de la
ciudadanía para sacar partido electoral con esa eterna y gastada forma de
echarse las culpas los unos a los otros, ventilando los trapos sucios de cada
cual y sin tomar medidas efectivas para limpiar las instituciones del Estado de
toda la podredumbre que se ha acumulado al amparo de la impunidad, cuando no de
la connivencia de unos y otros.
El tono con que debería ser abordado este asunto debe ser serio, radical y
con total independencia de intereses de partido y caudillismo, porque es
sumamente grave. Está suponiendo el descrédito de la clase política, de los
partidos, de las ideologías, de las instituciones y del mismísimo sistema
democrático, y consecuentemente, poniendo en riesgo la democracia y creando una
atmósfera de rabia, resentimiento, ergo de tensión y agresividad y por tanto
espacio propicio para la revuelta pública, el desorden social, hasta límites
tan peligrosos como las revueltas sangrientas. Y en éstas, tengámoslo siempre
presente, los primeros en caer, sufrir y padecer son y serán los más inocentes (porque las cúpulas de poder
se pondrán a buen recaudo), y donde se aprovecharán manipuladores de masas que,
presentándose como mesiánicos salvadores, puedan tomar el poder, instaurando un
régimen que finiquite de modo definitivo todos los derechos civiles y políticos
de la ciudadanía (mientras, también aprovechándose de ello, los políticos,
cómodamente instalados en sus dorados exilios, con aire de víctimas, vuelvan a
intentar posicionarse en un nuevo régimen liberador… La historia ya es sabida por trillada).
El tono, por tanto, con que debe ser abordado todo este problema de
podredumbre institucional, debe dejar aparte el “tú más” y el “a ver si se convence
a los borregos del pueblo para que voten al interesado de turno en las próximas
elecciones, o generar una crisis de gobierno, que fuerce un adelantamiento de
los comicios para intentar volver a
coger el poder aquellos que solo pretenden seguir medrando en él.
No. El tono debería ser, tanto en gobierno como en la oposición, cantar el
mea culpa y ponerse de acurdo para limpiar del todo sus partidos y expulsar,
con público escarnio, a todos y cada uno de los corruptos de cualquier partido
o signo ideológico. Ponerse de acuerdo para poner en marcha medidas legales
efectivas para controlar y detectar cualquier desvío hacia la corrupción. Que
cada partido destape por sí mismo todas sus irregularidades, y a todos sus
corruptos, caiga quien caiga. Debe entenderse que la sociedad hoy por hoy está
totalmente sensibilizada y susceptible a asumir cualquier sombra de duda como
un hecho cierto. Pero, aparte de que ello sea o no justo, lo que cuenta es que
es una actitud social real y las consecuencias serán tan reales como ella. Por
tanto, quienes, verdad o mentira, están hoy bajo sospecha, deberían hacer un
ejercicio de generosidad y renunciar de inmediato a sus cargos.
En el caso específico del Presidente de gobierno, un gesto sin precedentes,
pero sin duda de gran fuerza para recuperar parte importante de la confianza
ciudadana en la democracia y sus instituciones, sería no renunciar en estos
momentos, porque España hoy no se puede permitir inestabilidad política y freno
a las políticas efectivas para contener el desastre en el que estamos sumidos.
Pero debería, en este debate del estado de la Nación anunciar, que no se
presentará como candidato a los próximos comicios y que, finalizado su mandato,
se pondrá en manos de cualquier instancia del Estado y de la ciudadanía que le
demande explicaciones acerca de todo aquello sobre lo cual se extiende esa
sombra de duda.
No estaría mal que S.M. el Rey abdicase en favor de S.A.R. el Príncipe de
Asturias, dados los acontecimientos que sin duda han dañado de manera irreparable
la institución monárquica. Si bien, nosotros, por coherencia lógica, demócratas,
partiendo de la idea de una sociedad de seres humanos libres y en consecuencia,
iguales y por tanto, ciudadanos, que no súbditos, ergo con los mismos derechos
políticos y civiles, proclamamos que la República es la forma de Estado de una
sociedad así concebida, entendemos,
también, que España, hoy por hoy, y dadas las circunstancias, no está para
aventuras que puedan despertar viejos fantasmas –guerra civil- toda vez que,
por desgracia, el republicanismo ha sido fagocitado predominantemente por una
izquierda trasnochada y fanatizada que, en realidad, cuando habla de República,
tiene instalado en su mente ese tipo de repúblicas populares que no son otra
cosa que el coto de la cúpula del partido único.
No estaría mal, tampoco, la renovación total de los dirigentes de los
partidos políticos. Pero no sobre la base de argumentos superfluos, como
aquellos que oímos acerca de dar paso a las nuevas generaciones. No. La edad,
como el género (o la raza, etc.), no son en absoluto condición de capacidad
intelectual para afrontar los problemas políticos y de Estado. Al contrario, la
inexperiencia puede ser un factor peligroso. Lo que es necesario es que quienes
dirijan un partido, sean personas formadas, con conocimiento no del politiqueo,
si no de la ciencia política, de la economía, de la ética, de la administración pública, del derecho y,
sobre todo, de honestidad probada y con proyectos políticos, dentro de su
margen ideológico, serios y no demagógicos. Profesionalizar la política en el
sentido de colocar dirigentes formados y experimentados que, sobre todo,
antepongan los intereses nacionales por encima de los de partido y por encima
de los suyos propios.
Por otra parte, se oye por ahí, quienes dicen que sería muy necesario que,
oposición y gobierno, llegaran a acuerdos en diferentes cuestiones de orden
político en eras de salir de la crisis. Hoy por hoy eso es un error. Lo es, por ser una medida del todo insuficiente. La única medida que la ciudadanía recibiría
con esperanza y la única medida que permitiría la gobernabilidad sin conflictos
y sobre todo, para desarrollar una política verdaderamente eficiente, es un
gobierno de concertación nacional, con todas las fuerzas políticas
significativas (y un vez hecha la limpieza correspondiente en partidos e
instituciones). Éste debería ser el anuncio definitivo que debería
producirse en este debate del estado de la Nación. La situación lo requiere (y
lo está pidiendo a gritos). Pero, además, en este debate debería aprovecharse para proponer cambios estructurales reales en
la organización del Estado, la ley de partidos y la ley electoral, porque no se
puede seguir diciendo que vivimos en un Estado democrático, cuando los
ciudadanos solo tienen, en resumen y de hecho, solo un derecho político (votar
si o si a los de siempre cada cuatro años). Es necesario que cualquier
ciudadano pueda presentarse candidato, sin necesidad de estructuras partidistas
que son barreras, sin los obstáculos de avales, con programas y proyectos que
puedan llegar a la ciudadanía. Es necesario reorganizar la sociedad civil para
que el peso de las organizaciones ciudadanas sea significativo en la vida
política. En definitiva, avanzar, profundizar en el camino de la democracia.
Es necesario, también, tomar las medidas efectivas para lograr lo más
elemental de un sistema democrático, la total independencia del poder judicial
sin injerencia alguna del resto de los poderes del Estado. Será la primera
medida para que la ciudadanía vuelva a creer en la justicia. Por el contrario,
la sospecha de que se trata de una herramienta para machacar al contario cada
vez que se llega al poder, no desaparecerá de la mente de los ciudadanos.
Pero, lo más importante en estos momentos, es plantear en este debate del estado de la Nación, medidas claras encaminadas a resolver el
problema de financiación necesario para construir ese tejido productivo que
permita el crecimiento económico y la absorción de los 7 millones de parados
que hoy están condenados al desarraigo social, a la muerte social.
Me temo que el debate que va a ser planteado será el de costumbre. Cruce de
acusaciones para ver qué rédito político podrán sacar los de siempre… La casta
política se está así suicidando. Me recuerda dos hechos históricos: La
discusión de los bizantinos acerca de cuántos ángeles caben en la cabeza de un
alfiler, mientras los ejércitos turcos tomaban las murallas de Constantinopla.
O las banales preocupaciones y ocupaciones de una aristocracia decadente (entre
caza, joyas, fiestas, palacios y espectáculos), a espaldas de la miseria del
pueblo, mientras se alzaba ante sus
ojos, sin percatarse, la más grande de las revoluciones históricas, la
revolución francesa. Pero ¡Cuidado! Los hechos sangrientos se llevan por igual tanto a
María Teresa de Saboya-Carignano (la
Princesa de Lamballe), como a Robespierre. Y sobre todo, al pueblo que sigue y
seguirá sufriendo.
MIGUEL HERNÁNDEZ MONTERO