sábado, 19 de septiembre de 2009

PONGÁMONOS LA MANO EN EL CORAZÓN




Habrá primero que ponerse la mano en el corazón. Lo cierto es que, lo que realmente duele a muchos de los que se posesionan en una actitud españolista como contrapartida a los nacionalismos vasco, catalán, valenciano, gallego, etc., es la amenaza que esos nacionalismos suponen para el sentimiento, no menos nacionalista, que podríamos denominar españolista.



Quiero dejar claro pues, que la crítica que pueda hacer a los movimientos nacionalistas separatistas no he de hacerla desde un sentimiento nacionalista español. Es difícil justificar, argumentar y fundamentar un nacionalismo sin que esa misma justificación, argumentación y fundamentación no sea válida para otro nacionalismo. Difícil criticar uno sin que esa crítica deje de ser aplicable a otro, puesto que todo nacionalismo tiene la misma raíz o fundamento. Y en tanto que así, todo nacionalismo tiende a los mismos males y perversidades.



El nacionalismo, no hay que olvidarlo, sea vasco, o sea español, etc., es eso: nacionalismo. Este concepto reúne varios aspectos que interesa analizar. De un lado, hace referencia a la existencia de un rasgo que se percibe común a un conjunto de personas, y exclusivo de ellas, y que, a través del mismo, esas personas se identifican entre sí. Pero no se trata de un rasgo cualquiera, como puede ser un oficio o profesión, un sexo, un grupo de edad, un equipo deportivo, una corriente estética, un estamento o clase social, una religión, etc... (Por cierto, rasgos igualmente dañinos cuando cobran un carácter excluyente, y se constituyen como fundamento de discriminación, enfrentamiento social, y en fin, no reconocimiento de la identidad humana que nos une). El nacionalismo hunde sus raíces y fundamentos más esenciales en lo étnico. Por un lado, hace que un conjunto de personas se identifiquen entre sí a través de unos rasgos de carácter racial. Factor genético que define, aglutina e identifica a un grupo humano (concepto trasnochado de raza. La moderna genética nos habla de rasgos adaptativos). De otro, una serie de aspectos culturales que se supone ligados, propios a ese carácter racial (lo propiamente étnico).



Sobre la base del rasgo étnico (supuesta simbiosis natural de raza y una expresión cultural que se entiende como atributo propio y pertinente de la raza) se genera un sentido de identidad. Por lo que a esa identidad se le atribuye unos valores propios y únicos (pertinentes a la raza).



Cierto que toda identidad, ya sea la de un individuo, o la de un colectivo, es necesaria. El problema se suscita a partir del carácter que ha de tomar el sentimiento de autoestima que conlleva implícita toda identidad y los fundamentos sobre los que se estima. La perversión más notoria de toda actitud nacionalista es la autovaloración con desprecio del valor de los demás. Es la exclusión que conduce a la marginación del otro, y a su desprecio. Por esta línea se llega a la xenofobia.



La primera perversidad de un nacionalismo es entender como distinto en esencia lo que, como género humano, no resulta más que una anécdota, o si se quiere, un punto de vista, un enfoque, y una forma de solucionar problemas que, en unidad, integración, vertebración, no serían otra cosa que aportación y complementariedad, que enriquecerían al género humano. Nunca motivo de distancia y antagonismo.



La segunda perversidad es consecuencia de la primera: es la fragmentación de la especie humana. La tercera perversión del nacionalismo, consecuencia de las dos anteriores, es un inevitable sentimiento de superioridad que, además, conduce lógicamente hacia una actitud de exclusión de todo aquello que no se percibe como lo propio.



En todo nacionalismo existe una propensión a que el sentido que cobra la autovaloración de la identidad, se oriente hacia ese sentimiento de superioridad y a esa actitud de exclusión. Los rasgos en torno a los cuales se construye la identidad nacional han de ser rasgos diferenciadores, que distinguen al grupo de los otros grupos o realidades nacionales. Se conciben, pues, como únicos y propios. Estos rasgos no solo cumplen con el objetivo de distinguirnos de otros. El nacionalismo propende a considerarlos mejores que cualesquiera otros, y por tanto, a entenderlos como superiores.



Pero, la verdad, es que ninguna cultura es producto de las características genéticas de una raza. Toda cultura surge de unas condiciones complejas, interrelacionadas, y mutuamente inter condicionadas, donde el factor genético no tiene nada que decir. No vamos a hacer aquí un análisis de la naturaleza de la cultura, pero bástenos un ejemplo muy simple para entender lo que se quiere decir: El comportamiento moral, el enfoque de mundo de un sujeto no depende de su genética, sino de las condiciones sociales, económicas, culturales y afectivas en que se ha desarrollado su existencia.



Ningún rasgo étnico. Ningún rasgo lingüístico o cualquier otro tipo de rasgo cultural puede ser fundamento para sentirse mejor que otro, o tan diferente en la condición humana como para ser capaz de crear fronteras dentro de la especie, conducentes a riesgos potenciales de guerra y liquidación (y ese riesgo está patente en toda frontera político-administrativa).



Sin embargo, no nos engañemos tampoco con el canto de sirenas de muchos planteamientos políticos que abanderan la idea de la integración (y esto es una llamada al nacionalismo español). Ninguna idea de integración y unidad de la especie puede justificar negar a un grupo su hecho diferencial, su lengua y su cultura.



A esta altura se hace necesario decir que este no es el caso. La España de las Autonomías es ejemplo del respeto a los hechos diferenciadores de los distintos nichos culturales que la conforman. Y aún más allá de etnias y nacionalidades históricas (discutibles), también se respetan condiciones particulares de diversas regiones.



Algunos han querido argumentar (y ya trataremos de esos argumentos debidamente en otra ocasión), que no toda defensa de movimientos nacionalistas puede ser considerada de forma negativa (sea el caso, por ejemplo, de palestinos y saharauis). Incluso algunos van más allá diciendo que en realidad no se defiende la causa del nacionalismo en estos casos, sino allí donde un pueblo está aplastado. Poco convincente resulta semejante argumento, porque, en efecto, habría que precisar a qué, exactamente, se considera aplastado. Por ejemplo, de todos es conocido que los separatistas catalanes y vascos arguyen el aplastamiento de sus pueblos por el Estado español fascista. Sin embargo, hasta donde sabemos todos, en Euskadi y Cataluña no solo se habla sus respectivos idiomas, sino que, incluso, se discrimina el español. Euskadi, Cataluña, Galicia, y en fin, todas las Comunidades Autónomas cuentan con sus propias instituciones políticas (empezando por las de autogobierno), instituciones sociales y culturales, que son respetadas y garantizadas por la ley, como lo son todas sus tradiciones, costumbres y valores de identidad. Todos los ciudadanos pertenecientes a las comunidades autónomas de los citados gozan de los mismos derechos y deberes que cualquier otro ciudadano de España (y paradójicamente, lo que acabo de decir, no es del todo cierto: en particular catalanes y vascos gozan de más derechos. Tema del que podríamos hablar. Pero baste un hecho sencillo para botón de muestra: un vasco y un catalán pueden optar a una plaza por oposición en cualquier rincón del Estado español, simplemente sabiendo español. El resto de los ciudadanos no pueden optar a aquellas plazas cuyo destino son esos territorios, a menos que conozcan los idiomas pertinentes. Así pues, las oportunidades de vascos y catalanes se multiplican mucho más que para el resto de los ciudadanos españoles).



España se rige por una Constitución democrática. A pesar de todo ello, los nacionalistas vascos dirán, y dicen a todo aquel que les quiere oír, que viven bajo la opresión del Estado español.
Cuando existen las mayores garantías para la identidad cultural, social y política de un pueblo, y las mayores garantías para los derechos ciudadanos, como ocurre con los casos citados, éstos no se pueden equiparar se a situaciones de aplastamiento como pueden ser los casos de palestinos, kurdos, saharauis, o los quechuas, aymaras y mayas.



Ciertamente que podemos seguir esgrimiendo como argumento el tan manoseado derecho de autodeterminación de los pueblos. Aparte de ser bastante discutible como derecho una formulación que, en última instancia, propicia la fragmentación del género humano sobre fundamentos étnicos, yo me pregunto (y os lanzo la pregunta a vosotros): ¿Qué mueve a un pueblo, absolutamente respetado en su identidad, y a sus miembros, iguales en derechos y deberes que cualquier otro ciudadano del Estado del que forman parte, dentro de un Estado democrático, a desear separarse? Las respuestas no pueden ser más que inconfesables. Desde el interés de un grupo de poder que desea crear su feudo, hasta los sentimientos más profundamente racistas. No hay más alternativas como respuesta.