sábado, 11 de julio de 2009

DE PAÑUELOS Y DEMOCRACIA


En aquellos modelos culturales donde tiene cabida lo que los occidentales entendemos como democracia, se plantea un serio problema de coherencia cuando nos enfrentamos a otros modelos culturales, o incluso a grupos dentro de nuestra propia sociedad, que niegan aquello que es esencia de lo democrático: el derecho del individuo a decidir sobre su propio destino. Principio básico sobre el que se asientan todas las libertades individuales y sociales.

Y digo que se nos plantea como problema de coherencia, cuando, en efecto, nos encontramos con la urgencia de aplicar estos criterios ante grupos sociales o sociedades cuyos modelos culturales son distintos, y cuya distinción, precisamente, radica en la negación de los valores democráticos que sostenemos.
Ceñir nuestra actitud y nuestro comportamiento democráticos a la lógica y a la coherencia, nos conduce a sostener la tolerancia, el respeto, permitiendo que los otros, es decir, aquellos que son distinto a nosotros, actúen conforme sus propios criterios, aún cuando la concepción de mundo y la actuación de ese otro, constituyan un comportamiento que niega esa tolerancia y ese respeto, impidiendo consecuentemente que los demás actúen con esa misma libertad.

Así, pues, en apariencia, resulta que, sostener la coherencia lógica del discurso democrático, parece abocado en muchas ocasiones a producir situaciones contrarias a los principios democráticos.
Tal situación, como mínimo, no deja de ser una paradoja, cuando no, una contradicción.
Cuando creemos ser impecables en cuanto a coherencia lógica, y sin embargo, precisamente ello conduce a consecuencias opuestas a lo que debiera resultar de aquella coherencia, sin duda, en alguna parte del proceso lógico, se está produciendo un paso lógico inadecuado.
Sostener la coherencia del discurso, no solo supone una correspondencia lógica interna (mantener los principios de identidad y no contradicción, las reglas de la lógica en la relación de los términos y las categorías. Como en el discurso matemático), si no que, si este discurso está referido a la construcción de una realidad, con una finalidad establecida, entonces, el referente lógico último de ese discurso, y de coherencia, ha de ser esa finalidad establecida. El discurso debe construirse desde esa finalidad, a partir de ésta.
Así, si la finalidad establecida es la construcción de una realidad democrática, ninguno de los términos o categorías que la conforman pueden ser contrarias a esa finalidad. De modo tal que, permitir la acción del antidemócrata no es una paradoja, sino una contradicción en toda regla. La permisión de modelos culturales cuyos paradigmas conducen inevitablemente a actitudes de intolerancia, a discursos abocados a mermar las libertades del individuo, a imponerles un modo de ver, entender y actuar en el mundo sin opción a la propia alternativa de cada sujeto, bajo la aparente coherencia de salvaguardar las libertades, aún de los antidemócratas, no es más que un sofisma, un juego de apariencia lógica, que omite lo esencial: la introducción de un término contradictorio, incoherente en ese discurso, como es en sí lo antidemócrata.

Un caso paradigmático de las consecuencias de ese error fue la muy democrática República del Weimar que, con una aparente coherencia absoluta de sus principios democráticos, permitió que el nazismo se engendrara, creciera, y finalmente llegara al poder.

Con esa misma aparente y exquisita coherencia lógica, las democracias occidentales de aquel momento, argumentando el no menos liberal principio de no ingerencia, permitieron que el monstruo nazi creciera, se hiciera fuerte, y al final, tarde para detenerlo, los resultados los conocemos todos.

Nada más antidemócrata que una coherencia democrática que termina tolerando y permitiendo que comportamientos antidemocráticos se asienten y controlen la vida política de una sociedad.

En la actualidad hay varios casos que están creando un serio conflicto en las conciencias democráticas: la guerra contra los Talibanes, la condición de la mujer en el ámbito del Islam, y el conflicto de integración social de aquellos inmigrantes que traen consigo modelos socioculturales que no contemplan, en su paradigma, los principios de las libertades individuales.

Se nos presenta la duda moral acerca de las acciones que debemos emprender para frenar las consecuencias que supone un mundo fanatizado, intolerante, antiliberal, instalado entre nosotros. En más de alguna ocasión, en apariencia coherentes a nuestros principios, rechazamos las medidas que podrían violentar el universo ideológico de estos grupos, pensando que restringir sus modos de ver, ser, sentir y pensar nos convertiría en personas tan intolerantes como aquellas.

Ante todo, debemos asumir que, cualquier sociedad, la nuestra inclusive, genera, vía socialización, enculturación, un modo de entender el mundo, la organización y orden social, los roles, las relaciones sociales, la identidad, etc...

Un modo de entender que viene aparejado a un modo de sentir y entender todo aquello. O mejor dicho, un modo de entender que emerge de un modo enculturado de sentir la realidad. Una realidad apercibida desde unas condiciones culturales y sociales preestablecidas al sujeto. Por lo que, toda idea de realidad emergente, en verdad surge de un sentimiento y sentido de realidad previo.

Sentimiento y sentido de realidad sobre el que se va a estructurar la percepción de lo que, por ello mismo, va a ser comprendido como lo verdadero y lo falso.

Una percepción acerca de lo verdadero y lo falso, que no parte, pues, de un modo racional de entender y apercibir la realidad, sino, sobre todo, de sentirla.

Se trata, pues, de algo que está en la raíz emocional de las personas, y que se traduce en sentimientos (tales como, por ejemplo, sentimientos de bien y mal, de inocencia y culpa, moralidad e inmoralidad, estima o desestima, verdad y falsedad).

Bien. Piénsese, que ese sentimiento de realidad y verdad que experimentamos respecto lo que asumimos (y que asumimos como realidad y verdad a través de las experiencias socializadoras que se nos hace vivir desde que nacemos), es exactamente lo que le ocurre a otro sujeto inserto en otra cultura. Como nosotros, asume como verdadero, y siente como verdadero, aquello en lo que es socializado y enculturado.

La primera conclusión de esto, es pues, que aquellos que son diferentes a nosotros y no comparten nuestra cosmovisión de mundo, no pueden ser demonizados. Un antidemócrata no es un malvado voluntario que quiere imponer cruelmente un orden determinado y a capricho. Es un sujeto que cree en un orden determinado. Que cree que toda otra opción es un error. Un sujeto que no sabe, o no puede discernir otra verdad que no sea la que le ha sido introyectada como creencia, Fe y verdad absoluta.

Desde este punto de vista, un demócrata debe saber que, imponerle a un antidemócrata un mundo de libertades, supone para este último, imponerle un orden donde impera lo disoluto. Un orden que permite que las fuerzas del mal campen por sus respetos (y fuerzas del mal son, para el que no es demócrata, todo lo que no se ajusta a lo que ha asumido como verdad absoluta). Imponer un orden de libertades es, para quien no es demócrata, exponer, poner en peligro el bien y la verdad. Es quitarle la libertad de vivir en un mundo de bien, exponiéndolo a él y a los suyos, al peligro del descarriamiento.

Es muy sencillo de entender ese sentimiento, pues es el mismo que experimentamos nosotros cuando nos encontramos ante grupos sociales machistas, racistas, etc., en el entorno de nuestra propia cultura. Nos sentimos amenazados.

Lo segundo que debemos tener presente, es que comprender no significa compartir. El que aquí se comprenda todo aquello que ha conducido al otro a una identidad determinada, solo significa que se ha comprendido la lógica sobre la que se construye su perspectiva de mundo. Y este es el camino inexcusable del demócrata para abordar cualquier postura o acción que se precise tener en la relación que se establezca con el otro.

Dicho todo esto, que nos permite en definitiva no criminalizar, ni demonizar al otro, volvamos al problema de la coherencia democrática.

El tema debe abordarse comenzando desde los fundamentos mismos sobre los que se asienta el sentido democrático: la conciencia de que toda observación acerca de la realidad parte desde las urgencias del sujeto, que le impelen a observarla desde las necesidades que ha de resolver, por lo que esa percepción de realidad viene sesgada por el “interés de la observación”.

A ese sesgo, precultural, se incorpora un modelo cultural, que es objetivación e institucionalización de la experiencia colectiva, que reifica la realidad desde las urgencias sociales, que impelen a interpretar y definir la realidad, desde los intereses y necesidades de esa sociedad, por lo que al sujeto se le incorpora, a su ya sesgada cosmovisión de mundo, el sesgo de un constructo sociocultural.

Esto significa que la percepción de la realidad no es objetiva. Es en función de la observación y ésta viene condicionada por las condiciones, necesidades e intereses del observador.

Es preciso tomar conciencia de ello para realizar un ejercicio de empatía y un ejercicio de epistemología, conducente a trascender esta condición, inmanente a la observación, teniendo presente de manera insoslayable, que la tendencia a la egocentricidad es constante y suele filtrarse en cada momento, fase del proceso cognitivo.

Es por ello que, un demócrata, ha de ser quien ha alcanzado a comprender este problema y se exige a sí mismo, consecuentemente, una actitud ética emergente de la duda epistemológica acerca de lo que interpretamos como verdad.De esta actitud surge todo aquello que fundamenta buena parte de lo que entendemos como derecho a la libre opinión, a la libertad, a la especificidad de cada individuo y, en el terreno de lo social y cultural, a la especificidad de cada identidad cultural, o sea, el derecho de cada sociedad a desarrollar su modelo cultural.

Si nos guiamos por la prudencia epistemológica, la duda ha de ser la actitud constante de nuestra posición.En consecuencia,las pautas de comportamiento que han de ser asumidas, deberán ser aquellas que permitan siempre una alternativa.Esto es, que ninguna resolución o acto tenga como consecuencia un hecho definitivo, sin marcha atrás, sin otra opción, sin posibilidad de replanteamiento, resignificación, variación. De ahí que la pena de muerte sea inaceptable, pues no hay marcha atrás, ni deja alternativa. Por eso la ablación del clítoris es inadmisible, pues tampoco hay marcha atrás. Por eso, toda actitud intolerante, autoritaria, que imposibilite otras opciones, no debe ser admitida.

Analicemos ahora, sobre toda esta base, el problema de la integración social de aquellos inmigrantes, cuyo paradigma de modelo cultural no comparte las axiologías democráticas. Se genera, en principio, un dilema entre, el debido respeto a una concepción de mundo distinta a la nuestra (que se enfrenta a nuestro sentido del derecho, a nuestra moral y, en definitiva, a nuestra concepción de mundo, afectando a nuestra identidad), y el derecho de nosotros mismos, a nuestra identidad, al ejercicio de la misma, en ese insoslayable espacio que la alberga (condición de la existencia es espacio y tiempo, por lo que se puede decir, sin afán de indebida apropiación, nuestro espacio, como realidad donde ha lugar la materia y la acción de nuestra identidad). Por ello, no es xenofobia que, en la delimitación del espacio identitario, no se desee admitir valores, no solo distintos, sino contrarios e incluso repugnantes a nuestra moral y nuestro propio sistema jurídico.

Centrémonos en ese tipo de integración social de inmigrantes islámicos, donde los valores en torno a la mujer son, por ejemplo, no solo diferentes, sino diametralmente opuestos a nuestros valores, resultando especialmente aberrantes para ambas culturas (la islámica y la nuestra), la concepción respectiva.

Ahora está muy en boga el problema del uso del velo islámico en los centros educativos de Europa (el litam, hiyab, chador, burka). Recordemos el famoso caso de Fátima, en Francia, a quien obligaron quitarse el pañuelo. El problema de la prohibición de manifestar la identidad, la propia culturalidad, no sirven de nada. Lo hemos visto y analizado: quienes asumen unos valores culturales, los asume honestamente, creyendo en ellos y sintiéndolos desde su más esencial emocionalidad.

Por eso, lo único que se lograría con una actitud prohibitiva, sería encender aún más la visceralidad, porque, a aquellos a quienes impongamos algo contrario a su moral, se sentirán injustamente maltratados y atacados. Imponer actitudes externas, es obvio que resulta inútil, pues que, en efecto, solo son externas, y no parten de una convicción de la persona en cuestión.

Nosotros pensamos que hacemos un bien a la mujer islámica, por ejemplo, tratando de dotarla de todas las libertades y condiciones de igualdad de que goza la mujer occidental. Pero, en personas ya formadas en una moral distinta, y en una concepción distinta del mundo, como es el caso, lo único que hacemos es violentarlas, humillarlas, disparándose por dos caminos, igualmente traumáticos: O se afirman visceralmente y radicalmente en sus posiciones, o se genera un estado de angustia que terminará en una crisis traumática. Y esto es lo único que podríamos lograr con la imposición de otra moral sobre una persona cuyos puntos de partida son diferentes.

Desde una actitud democrática, la única acción posible ante la existencia de un grupo social inmigrante, que trae consigo su modelo cultural antitético al nuestro, es establecer para él unas condiciones previas para su asentamiento en el espacio que ocupa nuestra identidad (y que, por tanto, es parte de nuestra identidad):No aceptar ninguna actitud, idea, o comportamiento que suponga algo definitivo, sin marcha atrás, sin alternativas, que pueda mermar los derechos irrenunciables de cualquier individuo a ejercer su plena libertad, sin mella de esa misma capacidad para los otros.

Por ejemplo, que Fátima llevase o no el pañuelo, venía y viene a ser lo de menos (y es lo de más, si no llevarlo le supone a ella una angustia, un sentimiento de culpa, un problema moral). Lo que la sociedad democrática debe entender, es que la formación intelectual de Fátima, con el pañuelo puesto en la cabeza, debe conducirla a una duda sobre las verdades absolutas, sobre las propias y ajenas. Y si eso se logra, ese pañuelo caerá en cuanto a su significado, si este viene de un orden absoluto, o se quedará de adorno. Por cierto, si ese sistema educativo funcionase verdaderamente en nuestra sociedad, tampoco adoleceríamos de grupos radicales, fascistas y de sectores de juventud violenta. Tampoco adoleceríamos de un machismo exacerbado que conduce a que, algunos, más de lo que se piensa, asuman que la mujer es una propiedad a la que se tiene derecho al punto de maltratarla y quitarle la vida (que nos hace pensar que, algunos de los fundamentos que criticamos en otras culturas, no son tan ajenos a la nuestra).

Todo sistema educativo que no inculque una actitud de duda, de autocrítica, de desmitificación, de reflexión epistemológica, es un sistema educativo que no generará talantes democráticos, empáticos, y adocenará el conocimiento.

Cuando nos encontramos ante fenómenos como la ablación del clítoris, los matrimonios concertados (con independencia de la voluntad y los sentimientos de los contrayentes), la sujeción de la voluntad de la mujer a la voluntad de otro (sea padre, marido, o cualquier otro hombre, como de cualquier otra persona), la discriminación de la mujer (de todas aquellas actividades formativas que le permitiesen su independencia, para ser condenadas a un solo papel, y este sea de servicio y servidumbre); cuando nos encontramos ante un discurso y una moral, cuyas consecuencias apuntan hacia este tipo de comportamientos; cuando, en fin, los hábitos y costumbres que traen consigo los inmigrantes, suponen una lesión, no solo a las reglas formales del juego democrático, si no a la esencia misma del talante o espíritu democrático, debemos considerar que se trata de hechos que tiene un carácter definitivo, sin marcha atrás, que condenan de manera irreversible a aquellos a quienes les afecta. Y esto, por coherencia absoluta, no puede ser admitido.

Pero la democracia no emerge de normas y prohibiciones que empujan a un comportamiento democrático. La democracia emerge como consecuencia de una formación que genera, por sí, una actitud y un comportamiento que no necesitará de normas y prohibiciones para darse. La solución pasa por la integración de los inmigrantes al sistema educativo (amén de su integración económica), y porque el modelo educativo contemple una formación auténticamente democrática. De este modo, la identidad cultural que traen consigo los inmigrantes, y a la que tienen derecho, cobrará otra perspectiva. Será resignificada desde unos valores democráticos, subsistiendo lo que, desde esos valores podrá subsistir y feneciendo lo que, desde esos mismos valores, deberá fenecer.
Creo que, junto a las condiciones que antes hemos citado, como requisitos de admisión exigidos a los inmigrantes que provienen de Culturas basadas en paradigmas antitéticos a nuestro modelo, la otra condición fundamental que debe exigírseles, es la integración de sus hijos al sistema educativo.
Sin duda esto generará conflictos morales, pues la formación recibida entrará en contradicción con muchos aspectos de la moral que traen consigo los inmigrantes. Pero, si de verdad, lo que intentamos, no es otra cosa que generar la duda generosa acerca de las verdades absolutas, y comportamientos de tolerancia y respeto, entonces será la reflexión propia, que surge de esa formación y no la imposición de una cultura, lo que actuará contra aquellos aspectos que guardan relación con la intolerancia, el autoritarismo, la falta de libertad, y en fin, todo aquello contrario al talante democrático.

No estaremos imponiendo ninguna forma de vida en concreto, sino entregando los instrumentos conceptuales para capacitar a cualquier persona para el ejercicio de sus derechos. Posibilitarle su capacidad de decisión y opción, y que, a su vez, permita lo mismo a los demás.
Ciertamente, la sola condición de plantearle al inmigrante formado en modelos culturales antitéticos a los valores democráticos, la integración de sus hijos al sistema educativo, ya es un problema, debido a que éste sabe, o intuye, que la formación que se le dará a los hijos será contraria a la moral que desea para ellos. Incluso, pongamos el caso, plantearle la formación de las hijas ya puede ser contrario a su concepción de orden social. Y es aquí donde debemos ser inflexibles.

No puede haber vacilaciones en lo que concierne a la formación necesaria para generar esa duda acerca de las verdades absolutas. En principio, es lo de menos que la niña vaya con pañuelo, con el rostro tapado, sin acercarse a los chicos, en colegios no mixtos si se quiere, con todos los rituales y la parafernalia externa que exige la moral de su cultura. Tampoco es relevante que interrumpa sus clases para hacer las oraciones que exige su liturgia. Pero lo que sí es fundamental, es que la niña entre en clase y oiga a una profesora, o profesor, que le trasmita unos criterios capaces de hacer que ella pueda reflexionar con un espíritu crítico y autocrítico acerca de la realidad y el mundo. Después, que ella haga el resto… Y que existan los mecanismos necesarios de asistencia social, para protegerla en su entorno de discursos y actitudes contrarios a las libertades individuales, de tolerancia y de respeto a las opciones individuales.

La posibilidad de concebir una sociedad multicultural, no tiene otro posible camino que el de asentarse sobre los valores de la libertad de cada individuo, el respeto, la tolerancia entre cada sujeto. Si esto es posible, entonces no podrán tener cabida modelos culturales bajo el signo de otro paradigma. Solo es posible la convivencia y cohabitación de modelos culturales que sean capaces de incorporar estos principios.

Y no se trata de aplicar principios de libertad, respeto y tolerancia entre grupos. Fíjense bien que siempre hablo de INDIVIDUOS.Porque es el individuo el sujeto de derecho. Lo otro, sería otorgar un espacio a un colectivo, que dentro de su seno, se encontraría legitimado para conculcar los elementales derechos de sus individuos miembros. En cambio, en la medida que se asienta el derecho sobre los individuos, es a través de ellos como se preserva el modelo cultural por el que libremente opten.

No hay otra vía factible para la convivencia entre miembros de diferentes culturas. No se puede concebir una sociedad “multicultural” que no parte de estos principios de libertad, respeto y tolerancia para cada individuo.
La polémica que se ha suscitado respecto a si se ha de plantear una sociedad con rasgos multiculturales, o bien ha de plantearse la integración plena del inmigrante a nuestra cultura, resulta en sí ociosa, debido a que en realidad, si logramos que los hijos de la inmigración sean formados dentro de un talante democrático, es decir, con capacidad empática, de respeto al otro, de duda acerca de verdades absolutas, de actitudes que eviten cualquier comportamiento que suponga una situación definitiva e irremediable, que afecte a la voluntad, a los sentimientos y a la vida de otro, cada cual puede y debe expresarse con la liturgia, la forma, y la estética que desee. Todo, excepto violentar los derechos inalienables del ser humano. Esa es la condición que debemos imponer en nuestro entorno a quienes quieran vivir entre nosotros.